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jueves, 26 de marzo de 2009

tomado del libre "las vidas de tirofijo"

Aspiro a que no se haya quedado una voz perdida

Desde el Alto del Indio, al borde de la carretera, habíamos visto a Gaitania en la profundidad de un hueco encajonado; dos cortes de montaña entre el cañón del río Atá, bien cimentada en la hondonada de tierra, la vimos por los techos de sus casas y de verdad que nos alegramos.

El viejo baquiano, encorvado por el peso de los años, nos había dicho:

-Ahora, muchachos, es bajando corriendito a pie y bajando le rinde a cualquier hombre por flojo que sea. Lo hicimos con la inexperiencia de dos hombres de la ciudad, sosteniendo los pasos sobre los talones y doblando las rodillas a cada instante como si estuviéramos soportando un temblor en las corvas.

Al llegar en la noche, lo más aconsejable por seguridad, vimos un cuadrado de casas que conformaban el marco de la plaza, ya desierto. Estábamos en Gaitania, antigua colonia de presos políticos liberales, durante la hegemonía conservadora. De inmediato el viejo baquiano nos dejó en la casa del contacto. Nos abrió la puerta un hombre delgado de abundantes bigotes y cejas pobladas, y como saludo nos dijo:

-Camaradas, los estamos esperando desde hace dos días.

Evidentemente debimos llegar hace dos días, pero el regional del partido en Neiva había tenido problemas para encontrar a un baquiano de confianza que nos condujera hasta Gaitania. Y nos confió a un viejo conservador de ojillos vivos brillantes que evitó de camino hacernos ningún tipo de preguntas indiscretas. Un hombre de conocimientos en el necesario equilibrio del saber vivir en una zona de complicada situación política. Con él nos metimos en un bus, yo viajé al lado de Omar y el viejo baquiano se sentó detrás de nosotros, haciendo que leía un periódico, pero lo cierto es que durmió plácidamente en el viaje de cuatro o cinco horas por una carretera destapada. El contacto en mangas de camisa, flaco, de huesos salientes por todo su cuerpo, resultó ser el odontólogo-tegua del pueblo, que nos invitó a pasar a su casa, nos ofreció comida y luego en tono solemne nos dijo:

-Aprovechando la llegada de ustedes que vienen por el central, he organizado esta noche una reunión, para que nos regalen algo de sus experiencias. Rostros en la penumbra de hombres sentados en hileras, quietos sobre bancas de madera. Hablamos Omar y yo de la actualidad política, de las posibilidades de la alianza del partido y el M.R.L., de las ricas experiencias que nos brindaba la revolución cubana, de las tareas de crecimiento del partido en lo orgánico y de su política de masas.

Entre ellos pululaba el silencio, al escuchar palabras que les “regalábamos” como experiencias, que en verdad no era muchas.

Promediando la reunión, escuché la voz pausada del odontólogo preguntar con ansiedad:

-Para nosotros, campesinos, es muy importante que nos expliquen ustedes, hombres de universidad, la teoría del camarada Stalin sobre el problema de las nacionalidades.

Entre los dos respondimos a su pregunta con la información que teníamos a mano. Les hablamos de cómo Lenin había planteado la solución del problema de las nacionalidades y cómo en realidad se había resuelto la cuestión en un país de diversas repúblicas como la Unión Soviética. En fin, les respondimos. Por el silencio, uno suponía que estaban satisfechos. Lo que no entendíamos era la importancia que para ellos tenía ese problema. Hombres alerta en el silencio de sus pensamientos. Elementales, con la convivencia del rigor de lo cotidiano. Al finalizar, los veinte hombres agrupados en la oscuridad se levantaron y uno a uno nos dieron la mano, en un apretón sin fuerza, pero cálido, y dijeron

“¡gracias camaradas!”.

Esa noche dormí con la idea fija -constante martilleo en la cabeza-, de que seguramente, al día siguiente, estaríamos en camino hacia Marquetalia. Me adormilaba con la ilusión de lo posible. En reunión reciente del Central de la Juventud Comunista, se acordó que una serie de cuadros de la organización, visitaran diversas zonas campesinas, que afrontaron y desarrollaron la resistencia guerrillera en la década de los cincuenta, para así conocer de cerca esa vivencia. Para nosotros era palpar otras paredes, sentir otros alientos. A Omar Bernal y a mi nos toco por suerte viajar a Marquetalia, la ensoñación, el penetrar en lo que era en ese entonces o sería un mito en el transcurrir de los años. Otros compañeros fueron al Pato, Guayabero, Riochiquito, Sumapaz.

Nosotros, a finales de los años sesenta, éramos la generación que despierta no de cualquier sueño, sino de la más brutal de las pesadillas, que directa o indirectamente habíamos vivido y ahora se convertía en un tabú impregnado por un miedo patológico.

Queríamos con esa visita, desmontar la intensidad de esa realidad, beber en sus fuentes, ver el otro rostro descrito en otras palabras para nosotros las verdaderas y por ello, la buscábamos en la sabiduría sembrada en la tierra. La idea colmaba los límites de la ambición en esos años juveniles. Omar Bernal como estudiante de derecho en la Libre, en Bogotá; yo simplemente debatiéndome entre la agitación política y la más amplia gama de amarillos girasoles, sombra vangoghniana, los dos balbuceábamos la nueva pasión.

Después del desayuno hablé, indagué con largueza al odontólogo sobre la situación de la zona. Él, enseñado a vivir entre el breñal de la zozobra sólo dijo:

-Muy berraca la situación. Hace un año se nos complicó con el asesinato del camarada Charro. Pero, ahora parece que se mejora. Uno no sabe al final qué pasará. La gente de arriba sí lo sabe.

Me contó que al cerrarse definitivamente la colonia penal de Gaitania, en los años 30, “los presos enamorados de estas tierras, se quedaron y descuajaron montañas, y preñaron a muchas mujeres y ya como colonos, formalizaron sus familias...”. Me dijo que saldríamos al mediodía con un compañero del Movimiento que estaba haciendo mercado. Le pregunté por Omar.

-Está en la plaza jugando fútbol.

-Fútbol, ¿con quién...?

-Con los soldados del puesto.

Entreabrí un poco la puerta; Omar, un civil sudoroso y colorado pateaba la pelota, sin remordimiento, incluso con frenesí desenfadado. Un soldado con la cabeza rapada, de excelentes condiciones se alistaba como portero para atraparla. Era el cobro de un tiro directo, una falta. Lo hice llamar y le pedí explicaciones. Él había incurrido en un acto de indisciplina, al mostrarse en público en el pueblo, olvidando las normas de seguridad. El odontólogo, alisándose con inaudita paciencia su bigote, un mostacho que le cubría los labios, escuchaba la discusión y dijo para zanjarla, en términos de alguien que tiene dominio sobre lo que gira a su alrededor:

-No se preocupe camarada, las cosas están tranquilas por aquí....

Llegó una anciana quemada por el sol y los años, vestida con un vestido negro que le llegaba más abajo de las rodillas, conocida como Pajarita; nos miró con complicidad y nos detalló, y el odontólogo le dijo:

-Ellos son los compañeros que van hasta arriba.

A nosotros nos dijo, ahora chupando su mostacho: “Ella los llevará sin problemas”. Se empacó nuestro equipaje en costales, se amarró sobre una mula y salimos. El pueblo a plena luz bajo una supuesta normalidad que detectan los ojos. La anciana muy callada iba adelante arriando a las bestias; luego Omar y yo, siguiendo sus pasos sin presentimientos.

No eran necesarias las explicaciones. La confianza se deposita en la confianza de otros hombres. Al voltear la casa del odontólogo -casa esquinera-, al caminar unos veinte pasos en dirección al camino de salida, aparecieron algunos soldados que saludaron afectuosamente a Omar, un saludo futbolístico. Luego un hombre vestido de militar, joven pero adusto en su ceño se nos quedó observando como si estuviéramos metidos dentro de una vitrina, en actitud de autoridad y por la espalda nos sorprendió con su voz de mando:

-Ustedes, ¿para dónde van...?

Nos detuvimos, era lo lógico, lo natural o lo debido. Nos detuvimos contra nuestra propia sorpresa.

-¿Nosotros...?

-Si, ustedes...

Entramos en explicaciones. Le dijimos que veníamos de Bogotá con deseos de comprar una finca por los lados de El Puerto, a una hora de Gaitania. Que teníamos información de que eran tierras buenas para la ganadería. Eso contestamos, eso nos dijo que dijéramos el odontólogo.

¿Una finca...? ¿Son ilusos ustedes o se están haciendo los ingenuos?

-Ingenuos, ¿por qué...? -pregunté aún más ingenuo.

-Porque... ¡sus papeles...! -¡Todos los papeles! Lo que tengan en los bolsillos. ¡Detengan las bestias! -Tres soldados obedecieron deteniendo a las bestias por las bridas. Los bolsillos en el aire como lenguas blancas sobre los pantalones. El hombre vestido de militar revisó con minucia nuestros papeles y nos volvió a mirar escrutándonos con dominio en su franqueza.

-Ah, con que correos los jovencitos. Yo me cimbré cuando vi que Omar había entregado una carta, además de sus papeles de identidad. El teniente, luego supimos que era un teniente, nos hizo pasar a una especie de oficina grande, desprovista de cuadros en las paredes; a la izquierda, sobre un escritorio, una máquina de escribir y sobre el mueble, montones de papeles. El teniente, alardea, vivaces los ojos, al ventearse el rostro con la carta. Aires victoriosos.

-Compradores de fincas... ¿y esta carta...? Acaso no conocen al sujeto que va dirigida...?

Omar muy sincero respondió que no lo sabía, que un señor -el odontólogo- se la había dado para entregársela a otro señor cuando llegáramos al Puerto a ver la finca que nos interesaba para comprar. El teniente no pudo contener la carcajada. Sus dientes eran parejos, blancos y muy cuidados.

-Voy a abrirla.

Como un reflejo condicionado recordé la Constitución. Le dije que abrir y leer el contenido de una carta ajena, era una cuestión anticonstitucional. Cosas que uno podía decir en la época. El teniente dudó, sí, dudó un instante, manteniendo en vilo la carta.

Entonces yo seguí con mi ardorosa argumentación constitucional en cuanto a la libertad de comunicación, que debía respetarse en un país que se ufanara de ser un país de libertades públicas. En fin, recordé, las fibras íntimas del recuerdo culposo, que en el bolsillo de la relojera, llevaba la credencial del Comité Central del partido.

El teniente habla por radio con Neiva, me supongo, el puesto debe estar adscrito a esa brigada. Dice que por el puesto de Gaitania pasan dos sujetos desconocidos de la ciudad, llevando una carta sospechosa y que ha tomado la decisión de abrirla para leer su contenido. Yo estoy haciendo una borona, no mental sino real con el papel de la credencial. El teniente sigue en la conversación. Ya con el pequeño envoltorio de la credencial, pongo mis dedos a apuntar para lanzar el papel lo más lejos posible y el papel cae sobre un botiquín que está sobre un estante que cuelga de la pared. Por la radio se escucha una voz de trueno, la voz de un superior que no ordena, grita: “Cabrón, abra la carta...Se le olvidó que está en una zona de guerra!!!” Felicidad de niño la del teniente al abrir la carta; va leyendo el contenido sin dejar de traslucir ningún tipo de emoción en su rostro.

-Con que compradores de fincas...los muchachos...

Omar con palidez de esperma, yo al trasluz con mi angustia porque la memoria se me remueve por segunda vez y recuerdo que en uno de los bolsillos de atrás del pantalón, llevo una fotografía de Fidel. Además recordé que en otro bolsillo tenía un pedazo de panela.

Entonces como pude y mientras el teniente releía la carta con cierto deleite, comí panela y metí el retrato de Fidel a la boca, lo mastiqué afanado y lo engullí, lo devoré y precipité la digestión y olvidé a Fidel en mi estómago en una de sus poses características en la Sierra Maestra. El teniente seguía saboreando el contenido de la carta.

Volví, insistiendo con mis puntos de vista constitucionales. Le dije que teníamos derecho a conocer el contenido de la carta, que ésta se la habían entregado a mi compañero y que él simplemente quería hacer el favor de llevarla. Le argüí que si estuviéramos ocultando algo, mi compañero no habría jugado un partido de fútbol con los soldados.

El teniente llamó al ordenanza y le dijo que sacara copia de la carta. El hombre comenzó a teclear en la máquina. El teniente como escuchando el sonido de las palabras se fue hacia el botiquín y maquinalmente sin escoger ningún frasco, los fue levantando para leer acuciosamente su contenido en las etiquetas. Yo pensaba en la credencial. El teniente hace sonar como un sonajero otro frasco que tiene en las manos. Deja de teclear la máquina, el ordenanza lee mentalmente copia y original, luego saca de un tirón la hoja, se levanta y despacio va hacia donde el teniente: “listo mi teniente...”. Él, después de pensarlo unos minutos, resolvió entregarnos copia del original de la carta y nos recomendó -la época-, que tuviéramos cuidado con la gente de arriba, que se habían aprovechado de nuestra ingenuidad y nos despidió cordialmente.

En el pueblo se hablaba de la injusta detención. Labor del odontólogo. Al salir, un hombre que nos esperaba nos dijo:

-Tenemos que andar rápido y pasar esta noche de El Puerto. Si se comieron el cuento, de pronto se dan cuenta quiénes son ustedes...

No andaba, corría en su agilidad el hombre de tez amarillenta; no fumaba su tabaco lo mascaba y sudaba copiosamente como un caballo. Al trote nos fue hablando de las diferencias que existen en la Biblia sobre el Dios omnipresente. Deteniéndose un poco, sin resollar dijo:

-El Dios pacífico es el Dios de la resignación del hombre ante las fuerzas divinas. El Dios que hace que el hombre siempre esté dispuesto a todos los sacrificios por su fe...Y corriendo a grandes zancadas, como desgranando maíz con sus dientes:

-Y el otro, el Dios guerrero que no da descanso a su deseo de hacer la guerra. El Dios de las siete plagas, el Dios del exterminio de los hombres no creyentes...

Descansando, sentados los tres y él raspando panela con su peinilla, echándola a una olla con agua y revolviéndola con un palo, dijo:

-Yo me acojo a uno de los dos y eso depende de la situación que esté soportando. Cuando hay guerra, yo le pongo fe al Dios de la guerra, y cuando hay paz, pues me arrodillo frente al Dios pacífico.

Tomado del libro “las vidas de tirofijo” de Arturo Alape

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