Muchos investigadores de la ciencia antropológica, en diversas épocas, han tenido la intención de estudiar a los pueblos originarios de Nuestra América para difundir los resultados de su experiencia, sin a veces esclarecer por qué ni para qué hacer esa difusión. Generalmente, quienes inician este tipo de procedimiento, lo más que logran plasmar son estereotipos, apariencias, incluso mentiras, sobre el verdadero ser material y espiritual de las comunidades aborígenes. Quizás la razón, en gran medida, podría estar en que realmente no se busca aprender del indígena, integrarse con él, hermanarse, sino tomarlo como objeto de lo que llaman investigación; práctica que, para un sinnúmero de “doctos”, no es más que la manera o el camino para ostentar erudición o lograr un lucro o una notoriedad que para nada toma en cuenta, realmente, al indígena.
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Bueno sería que aquellos que escriben sobre las comunidades originarias del continente americano lo hicieran pensando en estas comunidades más que en sí mismos, y procedieran entonces a pensar en difundir la enorme e invaluable riqueza cultural, tradicional, humanista, de los pueblos aborígenes, buscando evitar el extravío en el tiempo de elementos que pudieran ser, o deberían ser, parte esencial de la identidad y de la autenticidad de cada compatriota nuestroamericano.
Cuando escribimos estas líneas lo hacemos con este último propósito; por lo menos lo intentamos. Así, indiquemos que aunque no sepamos con precisión como llevar un orden, el más correcto, de las ideas a plantear, nos aventuramos a hacerlo a partir de lo cotidiano; aclarando que esta labor es bastante compleja, en tanto que para lograr que nuestros hermanos indígenas exterioricen la verdad en sus palabras, digan lo que realmente sienten, piensan o proyectan, primero ha debido haberse generado una profunda confianza que sólo es posible que nazca después de mucho tiempo, años, de compartir cada cosa, cada suceso, cada necesidad, cada vivencia. En fin, debe haber profunda convicción en cuanto a que quienes compartamos tal idea hacemos parte de un mismo mundo, de una misma familia, de un mismo pueblo, para que lo que encontremos no sean simples respuestas a indagaciones sino el compartir, el reflexionar y construir en unión.
Lo más sencillo es, sin lugar a dudas, escribir lo que en la práctica se ve en el quehacer de cada hombre, mujer, anciano o niño, a partir del cuidado discreto que se tenga en cuanto a lo que se hace o se dice en el escenario donde estemos. Pero al fin y al cabo, eso es sólo el aspecto externo, que muy poco nos dice de lo más esencial: el pensamiento, la cosmovisión, las convicciones frente al hombre y el universo, la relación espiritual y material entre el hombre y la naturaleza. Y efectivamente, algunos aspectos que queramos traducir en conocimiento se podrían deducir de la observación, pero lo cierto es que sólo al conocimiento, en sus rasgos más precisos, se podrá acceder a partir del diálogo en profunda intimidad y a partir de la vivencia en profunda hermanación.
Desde esta reflexión preliminar aprovechemos para contar unas pocas experiencias, entre muchas que pueden llevar a cavilar sobre el conjunto de lo que se conoce como investigación antropológica. De antemano, sepan que tenemos la certeza de que estas apreciaciones no van a ser compartidas por muchos integrantes de la Comunidad Académica, puesto que se trata no sólo de poner en duda, sino además desmentir algunos argumentos que son la base de lo que constituyen algunas “verdades” de esta importantísima área de las Ciencias Sociales en Colombia.
No vamos a profundizar, sólo expresaremos pocas ideas pretendiendo generar inquietud entre quienes deseen interesarse en conocer la realidad de una cosmovisión, de un vivir, del que se han dicho demasiadas mentiras (obviamente nos referimos a la cosmovisión indígena, que entre otras cosas es muy diversa); quizá porque lo que ha antecedido a la búsqueda del conocimiento, no ha sido el deseo de integrar a las, o integrarnos con las comunidades que se pretende conocer. De hecho, cuando se busca conocer, con la arrogancia de ser sujeto de un proceso, cosificamos a aquellos con quienes más bien debíamos integrarnos.
En alguna ocasión, leímos en un libro de Pedro Castro Tres Palacios (miembro correspondiente de la Academia de Historia del Magdalena y de la Sociedad Bolivariana de Caracas), titulado Culturas Aborígenes Cesarences e Independencia de Valledupar, editado en 1979 y prologado por Roberto Velandia de la Academia Colombiana de Historia. En una de sus páginas nos encontramos con “una explicación del origen del nombre Posihueica”, que es el nombre de un majestuoso edificio de Santa Marta. La explicación giraba en torno a por qué dicho nombre no debía llevar la h intermedia que ostenta el nombre puesto para identificar el edificio. Para no alargarles el cuento, digamos simplemente que el historiador acudía a la toponimia kogui pretendiendo explicar que tal nombre significa loma de las hermanas mayores o lugar donde están las tías. Entendimos que entre las varias explicaciones se sugiere que parte de la aludida palabra viene de la posposición de geka o geika que significa, “loma, sierra...”.
Durante mucho tiempo, estuvimos convencidos de ésta y de muchísimas otras afirmaciones que se hacen en el texto que –valga decirlo– en diversas ocasiones alude a prestigiosos investigadores, para darse fuerza a sí mismo e incluso retoma una carta de Paul Rivet a Pedro Castro T., de fecha diciembre 5 de 1950, en la que Rivet exalta la obra de Castro titulada Documentos Para la historia de la Fundación de Valledupar y que le “hizo cambiar de concepto sobre la nación motilona”.
Tiempo después, sentados al calor de un fogón en la kankurwa de un mamo kogui, supimos que poshigexa es la denominación que aún los mayores le dan al sitio que sobre la costa del Caribe se conoce como Posigüeica por los samarios (habitantes de Santa Marta en el departamento del Magdalena, Colombia). Era, hasta cuando se construyó el complejo industrial de Pozos Colorados (enorme instalación para receptar gasolina importada que llega por el Atlántico), sitio sagrado de pagamento para los pueblos aborígenes de la Sierra Nevada. De allí, extraían estos pueblos, además de las conchas de mar para fabricar la cal que llevan en sus poporos, unos pececillos a los que llamaban poshi. Ni las tías ni las hermanas mayores tienen nada que ver con la denominación dada a este sitio. De paso aclaremos que gexá, no es como se anota en la obra de Castro “la loma o la sierra”, en cuanto a cualquier loma o cualquier sierra, sino que gexá es, específicamente, la Sierra Nevada como madre y lugar de origen. Expliquémonos: no puede ser, entonces, gexá el cerro de Monserrate, o la serranía de Perijá, o el volcán Galeras, etc. No, no. La palabra alude a la Sierra Nevada como lugar sagrado donde surgió el pueblo kogui.
Similar situación ocurre con la explicación del sentido etimológico que, basado en supuestas toponimias aborígenes, Pedro Castro da, por ejemplo, a palabras como Guatapurí, que es el nombre del río que al lado de Valledupar, hoy día, tiene sobre de sí el puente de Hurtado. O con la absurda explicación que se da a la palabra arhuaco, en la que se concluye que esta denominación es dada por los guajiros. Según tal juicio, los arhuacos son los ahuyentados, los fugitivos y los expulsados de la península septentrional colombiana. Aclaremos que el propio nombre tradicional de los arhuacos es peibu y, en ninguna de las acepciones de los pueblos de la Sierra Nevada ni de los pueblos del desierto de La Guajira, hay huella del sentido sugerido por el historiador cesarence.
Esto que ocurre con Pedro Castro Trespalacios, lastimosamente también se da con Gerardo Reichel- Dolmatoff. Interesados en aproximarnos a un conocimiento de lo que fue la cultura tayrona, y especialmente en saber algo sobre la cosmovisión de los pueblos Kogui, en el libro Manual de Historia de Colombia, Tomo I, Segunda edición, del Instituto Colombiano de Cultura, leímos detenidamente el capítulo I, titulado Colombia indígena –Periodo Prehispánico–, y encontramos que el cosmos de los koguis y sus componentes, “fue creado por una divinidad femenina de carácter reptil, cuyos hijos son héroes culturales y fundadores de linajes sacerdotales y señoriales”, etc. Pero bueno, uno de los etcéteras es aquél que dice que “el sol y la luna eran una pareja sobrenatural y tanto ellos como sus respectivos linajes sacerdotales tenían asociaciones felinas, de manera que el jaguar y el puma llegaron a simbolizar tanto la energía solar como la lluvia fertilizadora” y sí, claro, quizá esto pudo ser, pero a nadie le consta; y decimos que a nadie le consta, porque no le consta ni a los koguis mismos.
Fíjense que el doctor Reichel, a quien respetamos por su abnegación académica, dice que “fue dentro de este contexto de ideas –las que ya mencionamos sobre las asociaciones felinas– donde se desarrolló la cultura tayrona y donde viven en la actualidad sus descendientes, los Koguis” (La negrilla es nuestra). Es más, en el bonito libro de Nina de Friedman y de Jaime Arocha, Los Herederos del Jaguar y la Anaconda, ellos dos ratifican con máxima admiración las investigaciones del doctor Dolmatoff.
Por su intermedio, se ha hecho creer a quienes estudian la realidad de los indígenas a través de sus libros que, por ejemplo, la mujer kogui, cuando sube al páramo, carga ella con todo encima, sin la ayuda del marido, porque a éste le correspondía ir atrás solamente poporeando. Pues bien, bastaría mirar la cara de molestia de un hombre kogui con tal comentario infundado para descalificar tal afirmación. En cualquier mes de marzo, podría ir una persona tras de los indígenas que marchan hacia el páramo a iniciar la siembra de esa época, para percatarse de que, con poporo y todo, son los hombres los que van adelante arriando las mulas, haciendo el trabajo de carga y pendientes de que las mujeres no sufran percances en el camino. Desde el primer día de la caminata, se podría tener pesar por la ignorancia del señor Reichel.
Es más, al llegar al páramo se podría hacer una espera eterna sin ver que lleguen las batatas y arracachas que, según la doctora Nina y el doctor Arocha, en la página 264 de su libro, para más precisión, dicen que los indígenas koguis salen a recoger. Seguramente que hasta un niño indígena diría: “¿a dónde va a encontrar arracachas y batatas si eso se recoge en clima templado? Lo que hay que buscar es papa y cebolla si no se quiere morir de hambre.”
En la misma kankurwa (así le dicen los arhuacos a su templo sagrado), o en la misma nujué, que es como le dicen los koguis, se podría aprender con el tiempo y la confianza, la historia del puma y del jaguar, logrando la certeza de que no son energía solar ni lluvia, sino más bien adluna o pensamiento. Nunca nadie encontrará en el cenit del techo de la kankurwa el hueco por donde, según Reichel, Nina y Arocha, entra el sol a marcar el cuadrante del bien y el mal; ni se encontrará “el cordón umbilical” de la madre, representado en el lazo que desde el techo llega al chinchorro para nutrir al mama que en él se acuesta.
Agreguemos refiriéndonos a lo que dicen “los investigadores” de la antropología que hemos mencionado, que Nugguenake es madre y padre del armadillo, la gurtinaja, el ñeque, etc. Que es un cerro opuesto a la salida del sol en Makotama, pero no por ello es un linaje de mujer de la cual gusta el zorro, ni mucho menos el zorro desciende de Kudlchá; que Hukukwi es quien da la orden de la siembra y es hijo de Teikú, y que el sitio de su estancia divina está hacia el oriente, hacia el mismo lado donde habita Hukumeyi, un poco más cercano hacia Makotama que Hukumeyi, pero de ninguna manera es padre del búho, ni de los animales negros, ni de los animales de la noche. Y, bueno, Bitandú tampoco es padre de la culebra sino Lukukwi, quien al mismo tiempo es hijo de Teyuna. Y claro, cuando se dice Xangwa Toge, eso sí quiere decir familia de león, y eso precisamente nos da la relación de los felinos con el pensamiento y no con el cosmos, pues Xangwa es concepto kogui que significa pensar.
Es mejor creer en lo que dicen los Mayores cuando ya nos sienten como propios que en lo que dicen algunos libros sagrados de la antropología. Pero sepan que quizá Reichel, Nina y Arocha no tuvieron la culpa de equivocarse en lo que escribieron. Seguramente que lo que contaron en sus libros lo hicieron con sinceridad, pensando en que efectivamente habían tenido acceso a la “verdad”.
Si se quiere conocer de la cosmovisión de nuestros hermanos indígenas se debe pensar en que lo peor es tratar de “investigar”. Ojalá que en los corazones esté el sentimiento de hermanarnos, de integrarnos como un solo mundo en el cual la unidad se hace tomando en cuenta el respeto al otro, a la diversidad, y que, dentro de esa diversidad, el universo de los pueblos originarios tiene tanta importancia como el o los universos de los demás.
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