lunes, 25 de abril de 2011
libro de Jesus Santrich
NELQUIHUÉ (LIBERACIÓN)
LEFTRARO: LA HEROICA RESISTENCIA DEL PUEBLO MAPUCHE CONTRA LA INVASIÓN ESPAÑOLA.
Por Jesús Santrich,
integrante del Estado Mayor Central de las FARC-EP.
Octubre de 2010, año bicentenario del grito de Independencia.
“y se tiñeron sus manos de victorias…”
Pablo Neruda.
I. GENERALIDADES.
Sí, ¡Nuestra Patria es América!/ del universo esperanza,/ no es la batalla quimérica/
¡Es Lautaro con su lanza! (Fragmento del himno del Movimiento Continental
Bolivariano).
Este documento está escrito en homenaje a la lucha heroica librada con dignidad y perseverancia
por los pueblos originarios de Nuestra América, contra toda opresión. Especialmente, rinde
honores a la valerosa resistencia popular de nuestros hermanos Mapuche, quienes allende el
Arauco indómito, sostienen casi en solitario su decorosa y justa combatividad contra los oligarcas
que les niegan su condición de pueblo-nación.
¡Toda la solidaridad para los hijos irreductibles del Wall Mapu!
- Por la senda de los guerreros.
El toki Lautaro, joven guerrero valiente que vivió entre 1534, o quizás 1535, y
1557, es reconocido por la historiografía universal como un héroe indígena que
desplegó ingeniosa estrategia de resistencia a la invasión española sobre el suelo
americano.
Lautaro, cuyo nombre en su lengua originaria mapudungun (el hablar de la tierra)
es Leftraro, Lef-traru o Lev-traru (Traro Veloz, o Veloz Halcón), fue protagonista
cimero, el más reconocido entre la pléyade de valerosos combatientes de aquel
escenario austral que se extiende desde el río Biobío hacia el sur del actual Chile,
entre la cordillera de los Andes y el océano Pacífico.
Leftraro protagonizó un capítulo imborrable de la que fuera la epopeya más
grandiosa de la resistencia indígena irreductible en Suramérica, en el espacio de
lo que para los Mapuche se conocía como Ñuke Mapu (La Madre Tierra), o el Wall
Mapu, como parte intrínseca de ésta en el sentido de territorio ancestral o el punto
y las circundancias del territorio específico donde se vive.
Era para los Mapuche (gente de la tierra) su geografía de residencia el vasto
territorio sin fronteras que se extendía entre el valle de Aconcagua hasta el seno
de Reloncaví por el lado chileno y, desde el sur de lo que a partir de 1536 se
estableció como Buenos Aires en la margen occidental del Río de la Plata, hasta
zonas extensas de la Patagonia en el actual territorio de Argentina.
Hijo de Curiñanku, germinó Leftraro amando la naturaleza que pródiga en recursos
alimentaba a los suyos, dando los pareceres de la colecta que se recoge con
libertad fecunda y lo que, de la ganadería y las siembra, para ellos surgía como si
fuera otra dádiva de sus dioses; entre cultivos de calabaza, frijol, papa…, entre la
quinhua y las maiceras, su laborioso pueblo surtido estuvo siempre de los frutos
del campo, de las montañas, de los ríos, el mar y del saber milenario que de
generación en generación les permitió acumulación de decoro y experiencia.
En su economía incluían la cría de guanacos y otros auquénidos que, con sus
carnes y pieles, proporcionaban nutrientes y abrigo suficientes para adaptarse
satisfactoriamente al clima a veces hostil de un mundo inventado sobre todo entre
Carapangue y el Tirúa, región donde seguramente nació Leftraro.
La dedicación de estos hombres y mujeres era suficiente para sostener un orden
social de convivencia pacífica, sin explotación ni ánimos de expansión.
Con su extraordinaria inteligencia, mezcla de vivacidad, enorme sensibilidad, culto
al fortalecimiento físico y al estudio y práctica mística de lo que consideraban
poderes ocultos de la naturaleza –a la que tenían por Madre profesándole amor y
cuidado–, vivían los Mapuche; y entre ellos, Leftraro hacía su feliz infancia, al lado
de su familia, de la que era jefe su padre Curiñanku ó Kurü-ñangku (Negra Águila),
hasta cuando cumplió 11 años de edad, época en que fue capturado por las tropas
de Pedro de Valdivia (1546), luego de una batalla que se produjo en un sitio
cercano a Concepción. Una vez hecho prisionero –condición en la que permaneció
durante seis años–, éste lo convirtió en su servidor personal, a la manera de los
yanaconas del soberano o del las autoridades incas, colocándole el nombre de
Felipe Lautaro, o sencillamente Lautaro, según la pronunciación deformada en
castellano de su nombre mapuche.
Antes de la intrusión española, la primera resistencia de defensa de su territorio la
hicieron los Mapuche contra el imperio incaico, generando dicha confrontación el
límite territorial en el valle de Aconcagua, cerca del lugar donde el conquistador
Valdivia fundó Santiago en el siglo XVI.
Con la ofensiva española de invasión sangrienta, los Mapuche se vieron obligados
a hacer la guerra de resistencia de la que derivó la frontera histórica del río Biobío,
la cual se reivindica en el presente para definir el territorio que creen suficiente
para la realización de sus aspiraciones, de su cosmovisión, de su entorno
económico y social.
La constancia y tesón de la resistencia mapuche están presentes en su
sobrevivencia como pueblo-nación y se reflejan también en la impronta que su
lengua nativa ha sentado indeleble en la toponimia chilena, como ocurre por
ejemplo con la denominación del río que traza la frontera donde para los Mapuche
inicia el Wall Mapu, y que obligadamente otrora tuvieron que admitir los
colonizadores y la jurisdicción internacional anterior a la época republicana, al no
poder aplastar la tenaz lucha araucana –vigente y legítima– por su identidad y
autonomía.
Los pueblos de la Araucanía, fueran Mapuche, Picunches, Huilliches o Cuncos…,
vivían en paz en su territorio; si por algún conducto les llegaron conflictos fue
seguramente desde el norte, derivados de las pretensiones expansionistas del
imperio Inca. No obstante, el rigor de la guerra lo conocieron con la invasión
española, cuya crueldad les obligo, sobre todo a los Mapuche, a tomar las armas y
sostener una valerosa guerra de resistencia que duró tres siglos en procura de
mantener su territorio y condición de pueblo soberano.
La fortaleza espiritual, el orden social y la capacidad militar de los Mapuche
hicieron posible que este pueblo austral derrotara en múltiples ocasiones a los
españoles, los expulsara de los territorios indígenas ubicados al sur del río Biobío
y les mereciera respeto y reconocimiento hasta cuando, a finales del siglo XVIII, el
desgaste producido por la confrontación, las hambrunas y las enfermedades, entre
otros factores, menguaran su capacidad combativa. A pesar de ello, se mantenían
indoblegables.
Con el advenimiento de la independencia en Sudamérica, paradójicamente, para
los Mapuche apareció un nuevo enemigo que resultó tan pérfido como la Corona
Española: los gobiernos “republicanos” de Chile y Argentina. Éstos, y sobre todo el
chileno, desatan una presión militar sobre la Araucanía que obligó a la firma en
1881, de un tratado en la ciudad de Temuco, estableciendo lo que podría
considerarse una especie de armisticio.
Antes, en 1859, se había producido uno de los tantos alzamientos generalizados
de los Mapuche contra el poder central de Santiago, el cual fue tomado como
excusa para emprender una “campaña de pacificación” que había sido propuesta
al gobierno chileno por el coronel Cornelio Saavedra. La aleve ofensiva se preparó
e inició entre 1860 y 1862, y se prolongó durante algo más de dos décadas,
tiempo en el que el territorio ancestral Mapuche que había sido defendido con
tanto heroísmo, fue desmembrado y sus habitantes despojados de la autonomía y
soberanía de que gozaban. La propiedad del territorio fue asumida por el Estado
chileno para de inmediato, entre 1884 y 1919, reducir a los naturales a la
humillante “dádiva” de la tierra –claro está que disminuida con creces– que por
derecho propio les era suya. El Estado “otorgó” 475.000 hectáreas representadas
en 3.000 “títulos de merced” para unos 78.000 pobladores mapuches.
En la historiografía tradicional occidentalista, aparece la narración de la historia de
Chile con el infaltable capítulo de la conquista del territorio araucano como una
verdadera “epopeya” cuyos protagonistas son los colonizadores españoles,
poniendo en derrota a los “bárbaros” de la Araucanía. Y sí, en realidad fue una
epopeya; pero lo fue, ante todo, por la resistencia heroica de los pueblos
naturales, cuya templanza y dignidad, son uno de los más claros ejemplos del
decoro, la perseverancia y el espíritu libertario de Nuestra América.
Desiertos y cordilleras, como el de Atacama y las de los Andes, al lado de la
tenacidad mapuche, seguirán siendo agrestes e indóciles, tal como la explosión de
sus volcanes. Como obstáculos ingentes, perseverarán colosales contra toda
criminal empresa de re-colonización y exterminio.
Allende el Arauco, a pesar de las afrentas que los españoles, y luego
“republicanos” argentinos y chilenos, sostuvieron contra el pueblo Mapuche con la
ignominiosa y mal llamada “Pacificación de la Araucanía”, y luego propiciando en
la década de 1880 asentamientos de población alemana y nórdica, en detrimento
de la autonomía que habían logrado sostener con su abnegación los indómitos
araucanos, han de reposar como incólume ejemplo de dignidad los restos de
héroes y sabios como Colo Colo, Caupolicán, Leftraro, Guacolda, Antuhuenu…,
entre muchos millares y millares de indígenas, que hicieron la resistencia durante
tres siglos frente a los invasores peninsulares y después contra los desafueros de
quienes les sucedieron.
En honor de estos hombres y mujeres, grandes adalides de la libertad que inspiran
a los luchadores y luchadoras del presente, no podemos olvidar que tanto el
Estado chileno como el argentino desplegaron a partir de 1881 la infame guerra de
exterminio del pueblo Mapuche mediante lo que eufemísticamente llamaron
“pacificación”. Justo es, entonces, que en nuestras mentes esté sembrado el
ejemplo de los indómitos hijos de la Tierra Madre americana, y legítimo y
necesario es que respaldemos a los sobrevivientes araucanos que hoy lidian por
su existencia como pueblo-nación.
II. DE LA INUNDACIÓN A LA INVASIÓN; ENTRE EL MITO Y LA HISTORIA.
Illihie (El comienzo).
Arauco fue un útero frío,/ hecho de heridas, machacado/ por el ultraje, concebido/
entre las ásperas espinas,/ arañado en los ventisqueros,/ protegido por las
serpientes
Así la tierra extrajo al hombre… (Pablo Neruda, en su Canto general)
Primero fue la lucha entre Kai Kai Vilú y Treng Treng Vilú, las serpientes del origen
dual en el que pugnaban las fuerzas del bien y del mal delineando el destino de
los hombres del Ñuque Mapu.
Kai Kai vertió sus aguas divinas desde la nada infinita hacia la misma extensión
ilímite de la tierra. Todo fue inundado de repente porque Kai Kai hizo que las
aguas subieran dejando bajo su dominio las partes más bajas. Fue entonces
cuando Treng Treng elevó los cerros y condujo a los hombres y mujeres del Wall
Mapu a buscar resguardo en una de las alturas próximas al río Biobío. Pero los
cerros se habían elevado tanto que quienes allí buscaron refugio comenzaron a
quemarse por la tanta cercanía al sol.
Nuevamente Treng Treng, compadeciéndose de ellos, les dio los metawe o
cántaros de greda que indicó ponerlos sobre la cabeza para que los mapuches se
protegieran de perecer calcinados. Y así fue, para que entonces el pueblo
Mapuche hiciera su destino integrado a la naturaleza, en un discurrir de armonía y
equilibrio que le permitiera sortear las vicisitudes derivadas de las fuerzas
antagónicas de la existencia, amando la tierra, cultivando las propias tradiciones,
respetando a sus divinidades y sus ancestros.
Desde entonces y por todos los tiempos venideros, en cada diverso sitio donde
hiciera un asentamiento el pueblo Mapuche, un elevado cerro sería la
representación de Treng Treng, y allí se reunirían los mayores de cada comunidad
para hacer sus cultos y compromisos de luchar por la tierra, la libertad y su cultura.
Pertinaz había sido el diluvio suscitado por la ira de Kai Kai; todo lo había cubierto
poniendo en riesgo la sobrevivencia de los Mapuche. Más de tres meses dicen los
mayores que duró aquel temporal terrible, hasta que por fin, con la luz del día, y
después de librarse de la incandescencia que les quemaba, salieron a hacer la
siembra de la vida comunitaria. A la par de sus prácticas de cazadores y
recolectores, fueron aprendiendo a cultivar papas y calabazas, a criar llamas y
guanacos, a admirar y valerse de la quinhua y los pehuenes…, creyendo que
jamás habría otra circunstancia tan adversa como la de los tiempos de la
inundación.
Pero… vendría algo quizás peor que aquel diluvio: la invasión del wingka, la
guerra, la muerte y la vida dentro de penurias tales que sólo la resistencia daría
sentido a la existencia sobre el Arauco.
En Quilacura, en 1546, sería la primera batalla contra los conquistadores
españoles. Para entonces, quizás los Mapuche eran nación integrada por
alrededor de un millón de personas y los combates de los que conocían eran los
librados contra los Inca, quienes en diversos momentos, pero sin tanta vileza,
también habían tratado de colonizarlos sin haber tenido éxito en su propósito.
Pero los tiempos de vicisitudes vividos por Colo Colo, resistiendo magníficamente
las agresiones de los incas, no serían casi nada como ofensa y arrogancia
extranjera en comparación con los nuevos males que ya durante su ancianidad
irrumpieron en el valle del Aconcagua, agitándose en la presencia de extraños
seres de tez blanca, barbudos, mal olientes y perversos, de los que un poco antes
de su llegada ya sabían que, mediante crueles actos de fuerza, habían sometido a
los incas.
Desde el norte había llegado la expedición invasora de Diego de Almagro, quien
hacia 1532 con la ejecución del soberano inca Atahualpa, había iniciado desde
Cajamarca, al lado de Francisco Pizarro, la conquista del Perú. Después de aquel
capítulo sangriento de invasiones y saqueos que desembocó en la esclavización
de aquel poderoso imperio, Almagro recibió el respaldo de Carlos V para continuar
la penetración hacia el sur en lo que sería la “fundación” de Nuevo Toledo, con el
título de Adelantado, para tomar las tierras que hacia tal dirección se extendían
más allá del lago Titicaca.
Hacia 1536 esta expedición sangrienta llegó al valle del Aconcagua, tiempo en el
que dejó para la historia la memoria terrible de su carácter despiadado, con el cual
actuó mientras permaneció en América, que fue hasta el año 1538; pues, luego de
someter y asesinar indígenas quechuas por millares y de intentar sin éxito
doblegar a los mapuches, a quienes también acribilló por centenares, habiendo
regresado al Perú un año antes de la fecha mencionada, quiso tomar el Cusco
argumentando que tal ciudad incaica hacía parte de “su gobernación”. Este hecho,
que suscitó la profundización de una disputa con los hermanos Pizarro, generó
una guerra en la cual los pizarristas le vencieron en la batalla de las Salinas.
Entonces Almagro fue capturado y ejecutado por sus contrarios a mediados del
año.
Sin duda, el extenso desierto que se prolongaba hacia el sur del Perú, de donde
había partido la exploración de Almagro, al igual que lo abrupto de la cordillera
misma, fueron terrible obstáculo para las ambiciones de los invasores. Aquellos
que habían salido del Cusco en 1535, en larga marcha ansiando encontrar riqueza
fácil y abundante, luego de muchas vicisitudes encontraron el valle del Copiapó en
1536, sin tener que haber enfrentado mayor resistencia de parte de los nativos.
Pero tampoco encontraron a la vista los tesoros minerales que pensaban. No
obstante la decepción, continuaron hasta el valle del río Maule, donde decidieron
el retorno cuando sintieron que no se llenaban sus expectativas de riqueza, pero sí
el aumento de sus penurias.
Almagro había logrado en su incursión –quizás sorteando una que otra
confrontación– penetrar hasta el Maule porque, ciertamente, los pobladores
promaucaes que encontró no le fueron hostiles. Se trataba de un territorio en que
en parte sus pobladores eran súbditos del Incanato, de tal manera que ya en
conocimiento de lo que había acontecido a Atahualpa, los curacas (jefes incas a
quienes tributaban los promaucaes) prefirieron llegar a un buen entendimiento en
vez de emprender la guerra.
Después de la ejecución de Almagro en el Perú, Pedro de Valdivia iniciaría,
también desde el Cusco, una segunda expedición en 1540, contando con la
aprobación de Francisco Pizarro. Sería ésta la incursión de despojo que permitiría,
iniciando con la fundación de Santiago en 1541, el dominio español de los
territorios ubicados al norte del río Biobío.
III. VALDIVIA CONTRA EL INDÓMITO ARAUCO.
“Ngelay tayu kimünñmaiayün mew peuma” (No hay quien en tienda nuestros
sueños).
Entonces Valdivia, el verdugo,/ atacó a fuego y a muerte./ Así empezó la sangre,/ la
sangre de tres siglos, la sangre océano,/ la sangre atmósfera que cubrió mi tierra/ y
el tiempo inmenso, como ninguna guerra. (Pablo Neruda, en su Canto general).
Habían transcurrido tres años desde que Almagro abandonara la penetración
hacia el sur. Ahora volvía el terror a tierra araucana en cabeza de Valdivia,
veterano de las campañas militares de Flandes y de Italia en la segunda década
del siglo XVI.
En 1539, Valdivia fue autorizado por Francisco Pizarro para encabezar una
expedición que partiría del Cusco hacia el sur por la misma ruta que había tomado
Almagro, con facultades para avanzar en lo que más pudiera en su labor de
conquista. Valdivia siguió por territorios cercanos a la costa del que habían
llamado mar del Sur, hasta llegar a la puna de Atacama.
“Por la sola fama y la permanencia en la memoria”, en gran medida –han dicho
algunos de sus apologistas–, más que por la misma fortuna, emprendió Pedro de
Valdivia la conquista de las tierras Mapuche.
Aquellos territorios tenían el renombre, por las experiencias de Almagro, de ser
“como cruzar el infierno mismo”, si se juzgaba por la fiereza de sus indómitos
habitantes contra los invasores.
Supuestamente, Valdivia parecía preferir un territorio sin oro, donde pudiera fundar
un país que brotara del duro trabajo y el sacrificio sin las condiciones que
engendrara el metal precioso y el trabajo esclavo de las minas. Esta idea sobre el
carácter del cruel conquistador seguramente había surgido de la determinación
que tuvo de asumir la exploración del territorio abandonado por Almagro por lo
hostil y “pobre”. Muy difundidas estaban las noticias del tortuoso como infructuoso
viaje del “Adelantado”, pero que, no obstante tales circunstancias, Valdivia estaría
dispuesto a asumirlo para fundar una tierra de “trabajo y abnegación”.
Seguramente no sabían, quienes esa fama le otorgaban a Valdivia, que de boca
del propio Almagro se había enterado que más allá del desierto y la cordillera
había tierras promisorias y tan preciosas como ninguna existía en España.
Es imposible que Valdivia actuara motivado por la visión de la utopía de Erasmo
de Rotterdam que algunos de sus cronistas plantean para otorgarle altruismo a la
empresa de depredación y muerte que encabezó. No olvidemos, pues, que antes
de emprender el viaje por la ruta de retorno que hizo Almagro, el “buen” Valdivia
fue maestro de campo de Francisco Pizarro (1537) y luchó junto a Hernando
Pizarro contra Almagro, participando incluso de la batalla de Salinas (1538).
Consecutivamente, con los hermanos Pizarro conquistó con métodos de terror y
muerte el Collao y Charcas en el Alto Perú, por lo cual le pagaron con una
encomienda en el Valle de la Canela y una mina de plata en el cerro de Porco, en
Charcas. Es decir, que desde el principio de sus acciones como conquistador, su
talante estaba claramente definido en función del enriquecimiento a cualquier
costo.
La empresa de conquista y cristianización de Valdivia, entonces, empuñaba
también los nefastos y ensangrentados símbolos de la espada y de la cruz, como
parte fundamental del proyecto que se adelantaría sobre aquellas tierras
flanqueadas por el mar, hacia el oeste, y por el extenso espinazo andino, hacia el
este.
Cuando ésta inició, estaban frescos los recuerdos terribles del paso de Almagro
por la tierra americana. Desde Cusco, el antecesor de Valdivia, había derramado
tanta sangre como para teñir el verde todo del nuevo continente. Son incalculables
los millares de nativos que de la capital inca salieron con cadena al cuello,
amarrados los unos a los otros, “acompañando” al conquistador, llevando sus
cargas, transportando bastimentos, aperos y todo lo que requerían para hacer la
travesía del Atacama. A los que morían simplemente les cortaban la cabeza para
no detener la marcha que surcaba la cordillera.
Miles y miles de yanaconas (indígenas al servicio de los españoles) perecieron en
aquella primera incursión de Almagro, bajo el azote y la espada, bajo la perfidia
indolente del invasor que asaltaba pueblos para hacerse a esclavos, que violaba a
las mujeres y las robaba, dejando en abandono a sus críos; que saqueaba y
quemaba sin compasión chozas y cultivos. A los indígenas los obligaban a llevar
las pesadas cargas en sus espaldas: “a lomo de indio” solían decir los
peninsulares, y se referían a la manera como obligaban a los naturales a llevar los
pesados fardos de los españoles como si se tratara de bestias de carga; tenían
que llevar hasta los críos de los animales de sus victimarios, de las yeguas, de los
guanacos, etc. Y a las mujeres nativas recién paridas les eran arrebatados sus
hijos y arriadas como en manadas para beber su leche en el camino, a falta de
agua. El padecimiento que se generaba a los yanaconas era tan grande que,
según algunas crónicas hechas por los españoles, muchas veces el hambre
extrema obligó a prácticas antropófagas.
Valdivia, quien al principio de su expedición se esforzó por mostrarse distante de
los comportamientos viles de Almagro, justificaba sin embargo tales hechos
crueles e inhumanos argumentando que eran consecuencia de lo que él solía
llamar “el desorden de la guerra”.
Pero al final la empresa de Almagro fracasó. Había tesoros más fáciles en el Perú
y Almagro consideraba que el Cusco le pertenecía. Los restos de la tropa de
Almagro habían regresado a la capital del Incanato por el desierto de Atacama, en
una ruta inversa a la que ahora tomaba Pedro de Valdivia a fundar “su reino”.
- Es enero de 1540.
Por más que disimulara diferencias con la condición inhumana de Almagro, ahora
Valdivia reinauguraba la expedición repitiendo las crueldades de su antecesor.
Pero el sometimiento de los nativos no fue algo que operara sin resistencia.
Parecía ser general la consideración de que la humillación de las cadenas era más
dura que los suplicios y la muerte. Tal idea se anidaba en la mentalidad de los
indígenas ocasionando que muchos de ellos preferían suicidarse a continuar.
En la salida desde el Cusco, millares de yanaconas humillados y sometidos como
animales de carga, millares de indias condenadas a ser las mancebas de toda la
soldadesca, sus hijos abandonados, muchas esposas también dejadas en medio
del dolor…, ancianos padres y madres, daban su adiós desgarrador a quienes
partían sin esperanza bajo la sumisión de los expedicionarios.
Por tierra viajaban Valdivia y su amante, la cacereña Inés de Suárez; por mar,
Sancho de la Hoz, bajo la autoridad del marqués-gobernador Francisco de Pizarro.
Era la primera semana de enero de 1540, atrás quedaba el otrora imperio del sol,
sumido en la desesperanza del saqueo y la opresión; su sagrado Sacsahuamán
(Saisayuamán) entre las penumbras de la incertidumbre, y hacia adelante se
vislumbraba ya la tragedia para las tierras que pisaría el conquistador. Once
soldados y miles de yanaconas surcaban los cerros, cumbres, gargantas, riscos,
ríos, valles…, en busca de la conquista que les proveyera a los españoles riqueza
y poder.
Con meses de anticipación llegó la noticia de la expedición a la región del Biobío,
enviada por los incas mediante sus veloces chasquis, y la noticia del suplicio y la
traición a Atahualpa, y cómo luego de esa traición se había configurado el
sometimiento del Incanato.
Los mapuches esperaron entonces a Valdivia con sus armas empuñadas para
guerrear. Pronto le hicieron saber que no eran sometibles al suplicio y que
preferían la muerte a la subyugación, más cuando se enteraron del cruel tráfico de
indios que se había generalizado corrompiendo hasta las alturas de la Corte e
involucrando a los funcionarios públicos de España: hembras preñadas a 200
pesos, machos adultos a 100 y niños sanos también al mismo precio. Las noticias
sobre este comercio “ilegal” y la ferocidad y falsía del hombre blanco, en general,
habían llegado en boca de los chasquis; desde antes que aparecieran los
invasores en el Arauco, los mapuches ya les habían colocado el nombre de
wingkas, que en mapudungun significa ladrón de tierras y mentiroso.
Los mapuches, gente de la tierra, que no habían sido subordinados jamás por
mano alguna, ni siquiera por los poderosos incas, tenían ya adquirida fama de
valerosos e intrépidos y sin dilaciones hicieron saber a Valdivia, con hechos, que
despreciaban el dolor y la sometimiento.
Valdivia tuvo certeza de que era un convencimiento de los Mapuche preferir morir
libres que vivir esclavos. No obstante, la matanza se desbocó, pero Valdivia no
viviría suficiente para establecer el reino para sí que anhelaba, aunque ocultarlo
quisiera. En poco tiempo, la guerra, los tantos abusos desenfrenados y las
consecuencias de miseria que todo ello generó, acabarían con miles de
yanaconas y mapuches, pero jamás con la dignidad de estos últimos.
Con un solo dios espiritual, Ngenechén, sin amos ni reyes, libres y fogoso, eran
los Mapuche; ellos, con la destreza para la guerra afinada desde los tiempos de
confrontación con los incas, tenían entre los suyos un muy bien organizado orden
militar que les permitía contar con capitanes, tokis, sabios y guerreros; sus
mujeres, cuando no también guerreras, eran machis, sabias, cultivadoras, guías, y
eficientes conductoras de su economía, sus tradiciones y vida en comunidad;
todos en conjunto eran guías de sí mismos, en una sociedad sin diferenciación de
castas.
En los albores de la expedición invasora, desde el Cusco a Tarapacá, además de
muchos indígenas, puestos como carne de cañón, la expedición de Valdivia había
perdido a cinco soldados, pero de camino había vinculado a veinte más que eran
veteranos de viejas expediciones derrotadas.
- El cruce del desierto.
Ya se prepara el cruce del desierto. Tarapacá es frío y triste, las fogatas fulgen y
las quenas levantan su voz melancólica, diseminando su congoja en lontananza;
el avance no sería diferente al de Almagro, aldeas arrasadas y saqueadas,
sepulcros profanados. Cuando llegaron los refuerzos de Valdivia con Francisco de
Villagra y Alonso de Monroy, la marcha prosiguió con mayores bríos, seguramente
porque eran ochenta invasores más los que se sumaban a los pocos soldados que
habían salido del Cusco; venía también Jerónimo de Alderete, antiguo compañero
de armas de Valdivia, con quien había pasado aventuras de conquista en tierras
venezolanas; venía además Rodrigo de Quiroga.
Pero, ¿de dónde tomaban los mapuches la información sobre la tragedia que la
conquista había traído al Cusco? Lo más probable es que lo hicieran de los
mismos chasquis que los rebeldes seguidores de Manco Cápac II enviaban desde
Sacsahuamán y Vilcabamba para informar a los curacas incas que habitaban en
proximidades del Aconcagua.
Manco Cápac II o Manco Inca Yupanqui, luego de un interludio breve de alianza
hecha con los españoles para sofocar la rebelión que los indígenas quiteños
levantaron contra él, rompió a partir de 1535 con los invasores y organizó la
resistencia, llegando incluso a cercar el Cusco y Lima. Y, aunque estas campañas
no fueron exitosas, su resistencia pudo mantenerse desde la cordillera Oriental
peruana hasta después de su muerte en 1544. Sus hijos Sayri Túpac, Titu Cusi
Yupanqui y Túpac Amaru (último gobernante Inca), sostuvieron la lucha contra los
invasores, estableciendo una especie de Estado que algunos historiadores llaman
neo-Inca. Pero en 1572, después de varios años de intensa guerra de guerrillas
desarrollada por los incas, el virrey del Perú, Francisco de Toledo, ordenó una
fuerte ofensiva encabezada por Martín de Hurtado de Arbieto, la cual tomó
Vilcabamba y capturó a Túpac Amaru, quien fue ejecutado públicamente en
Cusco.
Cuando se producía el avance del contingente de Valdivia hacia el sur, ya la
mayoría de los poblados mapuches habían sido desocupados, las aldeas se
encontraban solitarias, escondida la comida, ocultos sus habitantes y listos sus
guerreros para pelear.
El áspero paisaje, la rocosa textura del desierto, era un verdadero sendero de
muerte para los invasores; de un caos total sólo lograron salvación, gracias a los
pellejos llenos de agua, porque hasta los pozos habían sido envenenados por los
indígenas en su territorio. Aún así, la sed, al pie de las aguas podridas o
envenenadas, haría sus estragos; ni aun la coca podía por su parte mantener en
pie ya a los yanaconas, pero después de cinco meses de inclementes pero
merecidas dificultades, habían logrado cruzar el desierto.
En la mente de los invasores, iban quedando como crónica y hazaña el despojo y
las infamias todas cometidas contra los pobladores originarios, y erigían como
héroes a los villanos que protagonizaban los crímenes. Por un milagro divino,
incluso, tomaron el caso, por ejemplo, en que la conquistadora Inés de Suárez, ya
estando todos al borde de morir de sed, había escarbado en la tierra y encontrado
agua. Como “Manantial de la Virgen” nombraron el punto del hallazgo en el
desierto que les permitió reponerse para continuar.
Tres soldados, algunos caballos y llamas, y medio centenar de indígenas que no
le importaron a nadie, perecieron en el recorrido de aquel tramo previo al
manantial; pero para entonces, por la llegada de Francisco de Aguirre, con su
crueldad y depravaciones y 25 soldados más, fuera de indígenas yanaconas
esclavizados, hasta sumar un centenar y medio de personas, la expedición se vio
fortalecida.
Sin mayor conmoción, en los tiempos venideros habrían de asistir al
desenvolvimiento de la conspiración de Sancho de la Hoz, quien desde el principio
había venido instalando en el seno de los expedicionarios el argumento que
esgrimía por boca de terceros, en el sentido de que era él quien poseía las
“cédulas reales” que le daban prioridad en la conquista de Chile y que Valdivia
había usurpado ese “derecho”. Este personaje, como uno de los tantos que habían
hecho parte de la rapiña y el saqueo de las riquezas del Cusco, este personaje
que había despilfarrado gran parte de tal botín arrebatado a Atahualpa y sus
súbditos, ese personaje que había sido uno de los que exigió riquezas al soberano
Inca para liberarlo y luego participó de la traición y de su muerte, estaba ahora en
la nueva expedición, pero arruinado, sin un céntimo para emprender la conquista
de Chile que ahora anhelaba. Contaba, sí, con toda la avaricia como para desear
librarse de Valdivia y proseguir solo.
Cuando se develó la conspiración, por los días mismos en que se produjo el
encuentro con Aguirre y su gente, poco faltó para que se diera ejecución, pero
Valdivia, con prudencia de zorro viejo y malicioso, quiso primero asegurarse de
cómo estaba su imagen entre los soldados, hasta dónde había calado la
conspiración, y entonces, Sancho de la Hoz y sus cómplices solamente fueron
conducidos engrilletados en la marcha que tomó rumbo hacia el sur en busca de
un valle que algunos rumores de antiguos aventureros que acompañaron a
Almagro, anunciaban como bendito.
La “Tierra Prometida” era el valle de Copiapó; y efectivamente era el sitio que
llevaba en mente Valdivia como punto donde habrían de iniciar sus dominios. De
tal manera que, cuando ahí se vio, plantó su espada y su estandarte y ordenó
hincar la cruz de la ignominia, símbolo “sagrado” de la conquista. Y aunque
algunos lugareños recibieron con “recato de amistad” a los recién llegados,
aspirando a que retornarían sin mucha demora a sus lugares de origen, la mayoría
de los habitantes de aquellos parajes –que los invasores nombraron Nueva
Extremadura, en homenaje a sus lejanos lugares memorables de España– tenían
ya la experiencia indeseable de la presencia horrorosa de Almagro, sabían de la
crueldad de los conquistadores y tenían noticias traídas por los chasquis, sobre la
suerte sufrida por los Inca, cuyos dominios llegaban antes, precisamente, hasta
Copiapó. De alguna manera, el rebelde Inca Manco había hecho llegar su voz y
sus orientaciones y muchos de los nativos del valle donde ahora llegaban los
conquistadores, habían abandonado ya sus viviendas, quemando sus alimentos y
resguardádose en las montañas.
Esta vez, la soldadesca invasora se cuidó más de los saqueos y de las violaciones
feroces de los sepulcros, de la profanación de los sitios donde reposaban las
momias de estas gentes buenas, que tenían por costumbre convivir con sus
difuntos. Actuaban con cierta prudencia porque pretendían ganar la confianza de
los que se habían quedado y no habían partido a esconderse en el monte;
entonces, en vez de saquear las casas de éstos, como conocían la táctica que los
indígenas usaban de enterrar sus alimentos para ocultarlos, ordenaron la
búsqueda en las habitaciones abandonadas, en sus alrededores, pensando que
los que se fueron algo habrían dejado enterrado y, efectivamente, no fue poco el
maíz, la papa, el fríjol, que encontraron entre otros productos cultivados por
quienes los invasores llamaban indiscriminadamente “los chilenos”.
IV. EL TOKI MICHIMALONKO ATACA SANTIAGO.
Malon (el ataque repentino).
Muchas de las aldeas que encontraron desocupadas eran las de las huestes del
que, aun para entonces, era un indígena rebelde, el toki o jefe de la guerra,
Michimalonko. Fue en aquellas latitudes, en territorios de aquel caudillo que vivió
entre 1510 y 1550, donde se prosiguió el juicio a los conspiradores. Algunos
fueron condenados al destierro y retorno al Cusco por tierra hostil y sin recursos, a
de la Hoz le escarmentaron engrilletándolo y manteniéndolo en el limbo de la
incertidumbre respecto al futuro que vendría para él, y al soldado Ruíz, a quien
consideraron cómplice, lo condenaron al ahorcamiento, al descuartizamiento y
colocaron en público durante tres días sus pedazos, con el ánimo de disciplinar
con tal monstruosidad a quienes pretendiera vincularse a alguna conspiración.
Eran tiempos en que la resistencia dirigida por Michimalonko había logrado tal
rigor que, hacia 1541, de los hostigamientos frecuentes de los araucanos bajo su
dirección, en septiembre 11, pasaron a asaltar e incendiar Santiago cuando
apenas era una ciudad de los españoles en construcción.
A las tierras regidas por Michimalonko arribaron cuando asomó la primavera;
había sobrevenido el deshielo de las cumbres nevadas, la transparencia de las
cañadas, el florecer de la vegetación, la coloración de los magníficos bosques y,
aun con los ataques incesantes de los indígenas, había surtido sus efectos el
descanso para los invasores. Llamas, yeguas, guanacos hembras, etc. tenían
nuevos críos. Todo ello, y el agrandado deseo de Valdivia por llegar al Mapocho,
llevó a reiniciar la marcha.
Pero cuando menos lo imaginaron, los mensajes del Inca Manco habían hecho su
efecto y el rigor de la incursión de Valdivia también: en dos grandes oleadas,
desertaron 600 yanaconas: no valieron los suplicios y castigos de los capataces,
argumentando cualquier falta en los yanaconas, cualquier descuido, y al los que
creyeron “indios cómplices” los castigaron con mayor rigor. Y la marcha, entonces,
se hizo más pesada, lenta y tortuosa que antes. Así, por más que trataron de
evitarlo, tuvieron que aligerar la carga, deshaciéndose de lo inútil y de los lujos.
Tensos por la desconfianza que dejó la deserción, los españoles se hicieron más
agresivos con sus sirvientes y mancebos, lo cual aumentó la desidia y el rencor de
los yanaconas.
Surcando los extensos valles y tierras abruptas bañadas por muchos ríos, pues ya
no era el desierto lo que caminaban, continuó la marcha de Pedro de Valdivia, con
Villagra como su segundo. Les acompañaban Rodrigo de Quiroga, Francisco de
Aguirre, un tal Don Benito y otros soldados, entre los que, como este último,
habían sido tropas de la primera infausta expedición de Almagro. En contraste con
esta empresa de saqueo, aquella había contado con 500 soldados, miles de
yanaconas e infinita crueldad.
Ahora Pedro de Valdivia llevaba más deseo que posibilidades reales de concretar
la conquista, pero bajo su dominio iban también centenares de indígenas
esclavizados, pero disminuidos por el cansancio, las muertes y las deserciones,
que por sobre todo se suscitaron en el trayecto de Tarapacá a lo largo del desierto
hasta llegar al valle de Copiapó, que fue donde se restablecieron de tanta
merecida penuria durante siete semanas. Pero en el valle, los ataques de los
mapuches se habían intensificado y fue entonces cuando más yanaconas
desertaron. Ante la deserción, y por esa falta de gente y la crueldad de los
españoles que ampliaron su desconfianza, se llegó a la medida extrema de
vigilancia consistente en amarrar día y noche a los yanaconas. Los que no
escaparon debieron llevar la pesada carga de los que se fueron y soportar el enojo
extremo de los españoles, que de por sí siempre estuvieron colmados de crueldad
hacia todos los indígenas.
Con arcos y flechas, lanzas, boleadoras, mazas y macanas, los mapuches
atacaban de cuando en cuando a los españoles que contaban con mayor poder
militar: arcabuces, pólvora, espadas, perros, caballos... En las primeras batallas en
el valle, habían perdido, luego de la deserción masiva, más de treinta indígenas en
el campo de guerra y alrededor de setenta habían sido heridos. Al menos 13
soldados iban también heridos y el jefe de campamentos había sido flechado en
una pierna. Entre las bajas de Valdivia, se contaban cinco de sus sirvientes
negros, que generalmente actuaban como capataces de los indígenas. Eran los
resultados de la llegada al valle, cuando aun ni siguiera habían avistado el cerro
Huelén.
Aquel paraíso de canelos, peumos, quillayes y tantas otras especies arbóreas,
desconocidas en España, estaban bañadas por el río Mapocho. Las canosas
cordilleras que le rodeaban estaban recubiertas por aire fresco que un cielo puro
inmensamente azulado resguardaba. Era el lugar que buscaba Valdivia para
establecer su reino, y el punto de referencia dado por los veteranos de Almagro
era precisamente el Huelén, al que por fin lograron avistar a lo lejos. Un valle de
ensoñaciones, tierra mapuche, cuidada y venerada, cultivada y querida por sus
habitantes naturales, que en ella, según se veía, habían alzado sus aldeas,
cultivos, canales de irrigación, caminos, y otras mejoras magníficas de gente
buena, hasta la que llegaba el influjo del Incanato con la presencia del curaca
Vitacura.
Aunque no hubiesen actuado con violencia, los nativos miraban con recelo y
desconfianza, que aumentaba en la medida en que pasaban los días y
evidenciaban que los extranjeros venían, no de paso, sino a apropiarse de sus
tierras.
Había transcurrido un año y un mes desde la partida del Cusco, eran los principios
de 1541 cuando Valdivia izó al pie del Huelén el estandarte de Castilla, bautizando
el lugar con el nombre de Santa Lucía, según el día correspondiente a tal santo en
su almanaque, y fue en ese mismo lugar, del que tomó posesión sin importarle
que era tierra de los Mapuche, donde emprendió la fundación de lo que llamó
Santiago de la Nueva Extremadura, bajo el ritual de la misa y la demarcación
territorial que encabezaron con una procesión y la imagen de la virgen en las
manos del capellán que tenía por nombre González de Marmolejo. A partir de la
iglesia y el llamado árbol de la justicia (el patíbulo) en una plaza mayor, se
comenzó a construir con madera, paja y adobe lo que se levantó como una
ranchería y fue creciendo a costa de la sangre derramada y la tierra arrebatada a
los Mapuche, en aquella feroz guerra de espolio impuesta por Valdivia.
Es irónico, pero fue con el dadivoso milagro del maíz, que aprendieron a cultivar
viendo a los indígenas, que los españoles lograron subsistir para continuar su
rapiña.
Durante los días en que avanzaban en la construcción de la ciudad, Valdivia había
logrado aproximaciones diplomáticas con Vitacura, quien acudía a Santiago a
sellar una extraña “amistad” que se fundaba en la cooperación que derivaría de la
idea del curaca en cuanto a que Atahualpa había sido sometido en el Cusco y que
lo mejor era arreglarse con los wingkas. Al menos era lo que aparentaba Vitacura.
Con su hacha de plata en mano, símbolo de mando, su atuendo de coloridas
plumas y mantas bordadas, con su corte fue recibido en la plaza de armas, donde
le rindieron honores al tiempo que le recibieron sus regalos: algunas prendas de
lana, objetos de plata y pepitas de oro; unos pocos fragmentos del precioso metal,
que abrieron la avaricia de los extranjeros, de los invasores.
Vitacura les explicó que había una mina de plata y muy poco oro. Pero igual la
decisión de buscar tesoros, tesoros inimaginables, que por siempre tenía poseída
la mentalidad de los soldados, ahora los arrebataba, y fue entonces lo que
comenzaron a buscar incesantes, hasta dar con la mina, antes incluso de
dedicarse en pleno a cultivar las tierras que fueron repartidas en mercedes por
Valdivia.
Valdivia designó el primer cabildo y los primeros alcaldes entre sus soldados más
fieles. Despojó a los araucanos y los esclavizó para trabajar en las tareas que
implicaban las construcciones de la conquista. Así, fue surgiendo Santiago desde
la esclavitud de muchos de los nativos, mientras ellos despojados miraban que los
wingkas habían llegado para quedarse. Así, a no lejana distancia, muchos de los
aún no esclavizados por los invasores, se preparaban para guerrear por su tierra.
Las trutrucas y los cultrunes no cesaron de sonar elevando su lamento, en
indignación contra el invasor.
En el poblado recién fundado, los conquistadores se restablecían de sus viejas
heridas, sembraban y, con la ayuda de la inca Cecilia, hermana de Atahualpa, que
era la mujer de Juan Gómez, sobrino de Diego de Almagro, aprendieron la
medicina tradicional y lograron aproximarse a algunas machis y a otros indígenas
que le miraban como representación de Atahualpa.
Pronto Valdivia fue nombrado gobernador, hecho que se afianzó cuando se supo
que el marqués gobernador Pizarro había muerto acuchillado en la Ciudad de los
Reyes –así se conocía al Cusco–, por sus propios súbditos, españoles que
estaban cansados de tantos abusos. Lo remplazó el hijo de Diego de Almagro en
aquel lejano lugar.
Frente a la evidencia de una ciudad de invasores que crecía, frente a la evidencia
de un grupo de malhechores que se expandía por el territorio Mapuche, asiéndose
a él, arrebatándolo con ánimo de señor y dueño, los guerreros hijos del Pehuén se
organizaban para atacar. Los preparativos de los mapuches eran evidentes, la
construcción de muchas pucaras (empalizado recubierto de barro y de piedras,
como una fortificación defensiva), así lo indicaba; la ubicación sigilosa de
centenares de indígenas en los alrededores de Santiago, con sus tokis decididos a
la resistencia, tras de cada una de las fortificaciones era un hecho.
Valdivia, por informaciones de espías, definió previsiones de combate que en
últimas resultaron correctas. Decidió el conquistador atacar primero y, al mando de
sus mejores oficiales, emprendió un rápido y sorpresivo golpe a la pucara donde
se encontraba la gente del toki Michimalonko. El asalto destruyó la empalizada de
los mapuches y con Michimalonko fueron capturados seis tokis más, generándose
el desconcierto de los nativos, sobre todo cuando al poco tiempo se percataron
que el toki había negociado su libertad con Valdivia, entregándole los lavaderos de
oro de Marga-Marga por un acuerdo de “paz” que comprometía el sometimiento de
más de un millar de sus discípulos para que trabajaran lavando oro para el
conquistador. En tanto Michimalonko condujo a los avariciosos conquistadores
hasta el sitio donde existían las vetas del precioso metal, el resto de sus
compañeros fue mantenido preso en Santiago.
Según algunas narraciones, fue por aquellos días cuando el capellán González de
Marmolejo, en desarrollo de sus largas faenas de infructuosa búsqueda de
“almas”, cruz en mano –según algunas de las historias que se narran sobre
aquellos momentos– en las riberas del Mapocho se tropezó con un pequeño
muchacho nativo que, en vez de huirle, “como un dócil guanaco, le siguió hasta la
ciudad de Santiago”. Felipe lo bautizaron y de la mano de la terrible y sanguinaria
Inés de Suarez fue que llegó hasta donde Valdivia, quien lo acogió como criado,
como paje de su confianza.
Otras narraciones cuentan que Leftraro fue arrebatado de las manos de Colo Colo
luego de una matanza atroz que hicieron los conquistadores, cortando narices,
orejas y manos de mapuche. Pero también existe la versión según la cual el joven
mapuche fue arrebatado del seno de su familia liderada por su padre Curiñanku
hacia 1546, luego de una terrible batalla que se produjo en cercanías de
Concepción. Desde entonces fue hecho prisionero y convertido en yanacona al
servicio de Valdivia.
Él era como una flecha, –una flecha delgada. Elástico y azul fue nuestro padre
(dice el poeta Neruda) –, vivaz, veloz, despierto, activo. Pronto fue aprendiendo
los hábitos, la lengua y muchas de las destrezas de los wingka, a quienes “se
integró” como si fuera la sombra de cada uno en cada sitio donde estuviera, pero
en especial la sombra de Valdivia asumiendo la tarea, no común para los
indígenas, de cuidar los caballos del propio conquistador.
Se cree que Leftraro logró también la confianza de Marcos Veas (uno de los
capitanes de Valdivia), de quien aprendió el uso de diversas armas y tácticas de
caballería, lo cual complementó de manera práctica asistiendo como yanacona a
algunos ejercicios militares al lado de Valdivia. Y fue así como seguramente logró
sus magníficas destrezas como jinete, que eran envidiadas por los más prácticos.
Es muy posible que Leftraro, en febrero 22 de 1550, hubiese sido testigo de la
batalla de Andalién, y luego en marzo 12 del mismo año, de la batalla de Penco
después que Valdivia fundara Concepción. En estos episodios, el héroe mapuche
observaría de manera directa los procedimientos atroces utilizados por Valdivia
contra los mapuches rendidos en combate, a los que mutiló y luego liberó para
que deambularan como “ejemplo” que disuadiera a los nativos de futuras
rebeliones.
Leftraro acumuló pacientemente el dolor infringido a su pueblo, hasta cuando
decidió escapar de su cautiverio y partir en busca de los suyos. Su huida pudo
haber sido en el año 1552, sin que el hecho causara algo más que molestia
porque con él se llevó algunos caballos y, según algunas narraciones, la corneta
del maestro de Campo de Valdivia llamado Pedro Godínez.
En el poema épico La Araucana, cuenta el español Alonso de Ercilla que Leftraro
se presentó ante su gente en una reunión que conducía el sabio anciano Colo
Colo y varios de los jefes guerreros Mapuche; que en el mismo evento en que
Caupolicán venció en fortaleza a sus demás compañeros que disputaban el lugar
de máxima jefatura de la guerra, logró mostrar sus capacidades en cuanto a
conocimientos militares, enseñando a sus compañeros lo que había visto durante
su cautiverio en Santiago, y sobre todo lo referente a las armas y el uso del
caballo en el combate. Leftraro enseñó a los guerreros a montar con pericia las
cabalgaduras y en campo abierto los adiestró en las técnicas de batalla que los
mapuches antes no manejaban. En esas circunstancias, los lonkos le asignaron
papel fundamental al lado de Caupolicán, quien poco a poco le cedió lugar
preeminente por el ejemplo que mostró cada día en la vida comunitaria y en el
combate. En la práctica se convirtió en una especie de toki de tokis, o jefe de
autoridad máxima para dirigir la guerra.
Leftraro, entonces, condujo la más grande sublevación militar victoriosa sobre el
Arauco.
Pero, volviendo al Michimalonko rebelde, es decir al digno conductor de su pueblo
que fuera antes de traicionar y morir en Andalién, agreguemos que la alegría por
el trato que los conquistadores habían hecho con el toki desapareció de súbito
cuando a la ciudad llegó la noticia del levantamiento indígena en la mina de
Marga-Marga y en la playa de Con-Con, causando la muerte de una veintena de
los soldados españoles y de más de una centena de yanaconas y de algunos
negros capataces.
Las malas noticias no llegaban sólo hasta ahí, pues las descubiertas y
exploraciones daban cuenta de numerosos trillos, senderos, huellas, que
indicaban el tránsito de gente. Pues efectivamente en los alrededores de Santiago,
a distancia más que prudente, en el valle, se veían concentraciones de los jefes de
las familias Mapuche, se veían sus tokis y lonkos, sus machis y guerreros por
millares, cundiendo el bosque, levantando rucas o improvisadas tiendas con palos
y mantas, que eran camufladas entre el bosque, la neblina y los rastrojos.
Cada familia, cada grupo en su orden, tomaba posición de manera natural,
descargando alimentos y cosas para lo que parecía un convite festivo y sobrio,
abierto y clandestino, improvisado y en riguroso orden al mismo tiempo que con el
pasar de los días se convirtió en el ataque y el incendio de Santiago, del que la
historiografía occidentalizada siempre ha destacado la defensa realizada por los
wingkas, el “heroísmo” de “doña” Inés de Suarez y los suyos, pero no el valor de
los indoblegables Mapuche.
Después de este ataque, por un buen rato sintieron los conquistadores el rigor de
los hostigamientos de Michimalonko, quien sigilosa y hábilmente golpeaba, se asía
a caballos, llamas, guanacos y los bienes que los wingkas habían acumulado
también robándoles a los mapuches. No pocas veces emboscó los grupos de
soldados españoles que salían por comida y agua a explorar.
Michimalonko solía hablar a los suyos, diciéndoles de los saqueos, los robos, las
violaciones a mujeres, la forma en que los nativos sometidos y traidores, a los que
llamaban yanaconas, se humillaban, pero que de todas maneras sufrían el
desprecio y el maltrato de los wingkas, y cómo los invasores preñaban a sus
mujeres para llenar de su propia descendencia la tierra que les arrebataban. Así
las cosas, quizá con mayor coraje y ansias de vindicta, recaía el castigo de los
Mapuche contra los yanaconas, porque los consideraban traidores. Pero
desafortunadamente Michimalonko traicionó a su pueblo, y así, en 1550, como ya
se ha indicado, como aliado de los españoles murió en la batalla de Andalién.
Valdivia continuaría la marcha hacia el sur, arrasando, pero también soportando la
hostilidad de los indígenas alzados en armas. Su meta era el valle del Mapocho,
un valle que, igualmente por boca de antiguos expedicionarios que habían
marchado junto a Almagro en tiempos anteriores, recomendaban como el mejor
sitio para fundar su colonia. Y lo cierto es que, aunque Valdivia no cesaba de
repetir que él era un súbdito fiel del rey y siempre representante del marqués
Pizarro, quería alejar al máximo sus conquistas de la mano del gobernante del
Cusco y de los funcionarios avarientos de la Corona.
“Por la sola fama y la permanencia en la memoria”, repetía Valdivia que
continuaría su empresa. Según él, de ese “superior” propósito derivaban todos sus
esfuerzos; pero los recuerdos de la presencia de Almagro, estaban frescos con
todo su terror en la mente de los indígenas; de tal manera que no era fácil que los
argumentos enviados por Valdivia en el sentido de que venía en son de paz,
calaran y aplacaran los ataques de los Mapuche.
V. EL ARAUCO INDÓMITO.
Auka Arauko (El Arauco rebelde).
En el fondo de América sin nombre/ estaba Arauco entre las aguas/ vertiginosas,
apartado/ por todo el frío del planeta./ Mirad el gran Sur solitario./ No se ve humo en
la altura./ Sólo se ven los ventisqueros/ y el vendaval rechazado/ por las ásperas
araucarias./ No busques bajo el verde espeso/ el canto de la alfarería.
Todo es silencio de agua y viento.
Pero en las hojas mira el guerrero./ Entre los alerces un grito./ Unos ojos de tigre en
medio/ de las alturas de la nieve.
Mira las lanzas descansando./ Escucha el susurro del aire/ atravesado por las
flechas./ Mira los pechos y las piernas/ y las cabelleras sombrías/ brillando a la luz
de la luna. (Pablo Neruda, en su Canto general)
La defensa del Arauco es paradigma de lo que ha de ser el amor por la patria para
los hijos de estos héroes de sublime recordación.
Las primeras expediciones de conquista artera que partieron del Perú no tuvieron
éxito o lograron pocos resultados como consecuencia de la resistencia que desde
el principio de la invasión hicieron los naturales con tanta abnegación. Pero, la
perversidad y el hambre de riquezas de la Corona eran insaciables de forma tal
que las acciones de los pueblos originarios no fueron suficientes para lograr la
disuasión. Así, entonces, desde el mismo norte, desde el incaico Cusco sometido,
que recibió a un Almagro que venía del valle del río Maule, sin haber podido
concretar ninguna fundación, partió también Pedro de Valdivia en su expedición de
1540, pretendiendo sentar las bases de la ocupación efectiva de esa extensión
Austral que más tarde llevaría el nombre de Chile.
Pero no le fue fácil a Valdivia, como no le fue sencillo a los españoles en general,
vencer. De hecho nunca pudieron doblegar a los Mapuche. Y aunque en principio
los araucanos en muchos de sus territorios no parecían hacer mayor resistencia a
la penetración de los soldados españoles, tal situación cambiaría sustancialmente
cuando los nativos se percataron de la crueldad de los advenedizos y de la
intención de quedarse en sus tierras con ánimo de señores y dueños. Así, cuando
con el curso de la invasión, en algunos momentos las cosas parecían fáciles para
los conquistadores, en no pocas ocasiones lo que se estaba desenvolviendo eran
los ardides de los mapuches que ya venían desplegando su ofensiva de engaño
que les permitiera golpear contundentemente.
Así se preparó el levantamiento conducido por el sabio Colo Colo, recogiendo las
experiencias que venían desde 1536, es decir, desde cuando por primera vez se
tuvo noticia de la incursión de los wingkas al valle del Aconcagua dirigidos por
Diego de Almagro.
En una de las más memorables batallas, la de Tucapel, que haría parte de una
guerra de tres siglos, el genial Leftraro, quien junto a Caupolicán había recibido el
respaldo de Colo Colo aplicó la táctica de la reposición de los combatientes con
tropas de refresco, logrando la derrota de las tropas de Valdivia y la muerte misma
del extremeño.
Desde los tiempos de Valdivia, la conquista del Arauco se acompañó de
procedimientos de colonización mediante indígenas peruanos que se introdujeron
junto a los soldados de la corona, asentándolos con cultivos y ganaderías. Los
pobladores del Arauco que estuvieran en los espacios ocupados eran obligados a
trabajar en las labores agrícolas y de minería en la institución de la encomienda.
Tal como ocurría en toda la América, los colonizadores hacían reparto de los
indígenas subyugados y de ellos debían encargarse para “adoctrinarlos en la fe
católica”, al mismo tiempo que exigían el trabajo y los gravámenes para la corona.
Sólo la férrea resistencia araucana, y en especial la resistencia mapuche, le hizo
en extremo difícil a los conquistadores realizar con tranquilidad sus imposiciones,
obligándose generalmente a admitir la autonomía de la nación del legendario Colo
Colo; no obstante, implementaron una variante a la encomienda en el “sistema del
inquilinato” que obligaba a los mestizos (inquilinos) a trabajar un determinado
número de días al año para los españoles a quienes denominaban “estancieros”,
que concentraban inmensos latifundios arrebatando la tierra a los naturales y
entregaban sólo a los inquilinos un pequeño pedazo de ella. En estas figuras están
las raíces del carácter de la propiedad de la tierra en Chile: extensas heredades
en manos de la poderosa oligarquía latifundista, que ha reducido a ínfimos
espacios tanto a los naturales como a la población mestiza campesina.
Pero entre los primeros días de la invasión española y los tiempos en que lograron
imponer el sistema de inquilinato y los inmensos feudos que implicaron el despojo
territorial, fueron múltiples los combates de resistencia sin que España, aun
logrando someter gran parte del territorio originario de los araucanos, y a mucha
de su población picunche, pehuenche, huilliche y cunco…, pudiera jamás someter
a los Mapuche.
Pintadas sus caras con el amarillo y azul de rituales en sus rostros, con sus toki
kuras en los pechos desnudos de hombres de cabellera larga, ataviados de
hermosas plumas de aves coloridas, los guerreros de Leftraro se preparaban
siempre altivos para ir a campañas de las que nadie parecía esperar el retorno. A
su lado las machis, alimentando los espíritus, construían el rewe (escalera para
hablar con el dios) que comunicaría sus almas con Ngenechén. Mantas blancas y
negras de lana bordadas, techos de hojas, fogatas encendidas, pellejos con agua,
frutos de pehuén… Parecía el encuentro ritual, el nguillatun en el que se juntaban
para invocar a Ngenechén.
Ejercicios de agilidad y fuerza, sacrificio de guanacos, ritos con su sangre y
corazones que consumían lonkos y tokis como tributo a la tierra y al dios, entre los
cantos de las machis, danzas y melancólicos gemidos de trutrucas, cultrunes y
quenas, invocando el poder y el valor para enfrentar al invasor mientras esperaban
los rayos del sol, que venía entre la niebla y el rocío de un cielo límpido que se
alzaba sobre el verdor de la selva, antecedían los combates.
Los cantos de los pájaros venían con el sol y el perfume del bosque y en la voz de
los tokis más antiguos, nuevamente, venían las historias de la serpiente Kai Kai,
dueña de los mares, y de Treng Treng, la culebra que los salvara del diluvio
haciendo crecer los cerros, llevando consigo a los antiguos sobrevivientes que
poblaron el Wall Mapu, hermanándose en libertad con árboles y ríos, con rocas y
plantas, con el viento y la nieve…, hasta que llegaron los wingkas, con sus truenos
de muerte, con sus perros y corazas a arrasar los huertos y sus aldeas, a
esquilmar lo que nunca nadie había osado tomar por propio, obligando a los
laboriosos Mapuche a hacer la justa guerra de resistencia.
Ellos, los wingkas, trajeron el terror, la mentira, la hipocresía, el odio y las
enfermedades que jamás se habían visto, ultrajaron a sus mujeres y pisotearon su
dignidad. Por eso, frente a la invasión, envuelto en su manta de puma, con la
flecha de la hermandad en su mano, el mayor de los tokis recogía el sentimiento
de los pueblos libres del Wall Mapu, arengaba a los hombres de la tierra, a sus
mujeres y niños para que se preparasen para expulsar a los wingkas. Todos,
antes de tomar el incierto camino del combate, hablaron y concertaron en no
dejarse arrebatar mansamente su mundo. Ya antes habían expulsado a los incas,
así que ¿por qué habrían de someterse a los wingkas? Elegir en aquellas
circunstancias un Ñitholltoki era tomar la determinación irreversible de la guerra. Y
así se hizo en diversas ocasiones; así se hizo para darles mando supremo a
Caupolicán y a Leftraro.
Específicamente durante la resistencia que dirigió Leftraro, éste hizo avanzar sus
huestes hasta más allá de Concepción, sitio al que arrasó con su fuerza
insurgente; luego cruzó las riveras del Maule rumbo hacia Santiago, hasta el río
Mataquito, donde libró su última batalla, la de Peteroa del 29 de abril de 1557.
Después de caer en combate contra las tropas de Villagra, éste le decapitó y llevó
su cabeza hasta Santiago, donde la expuso al pueblo en una lanza castellana que
emplazó en la Plaza de Armas de la ciudad. Tras la muerte de Leftraro, entonces,
el pueblo Mapuche proclama a Caupolicán, como su jefe único, para continuar la
guerra de resistencia.
Después de diversos intentos de los españoles, finalmente García Hurtado de
Mendoza, quien había llegado desde Perú a someter a los araucanos en 1557, dio
muerte a Caupolicán. García Hurtado había logrado, en medio de la supuesta
“pacificación araucana”, penetrar hasta el golfo de Ancud, desde donde abrió aún
más sus ansias de poder y de riqueza al avisar Chiloé, la hermosa isla de las
gaviotas.
Ciertamente la resistencia araucana pervivió hasta la independencia misma contra
las fortificaciones, ciudades y campos…, mediante asedios, asaltos y
hostigamientos frecuentes. Nunca el sometimiento fue definitivo, aunque así lo
consideraran los españoles, y en efecto se produjeran ocupaciones que llegaron
hasta el río Biobío y se fundaran ciudades de inestable tranquilidad, porque los
araucanos revertían el “orden” impuesto por los conquistadores, como antes
ocurrió durante las campañas de Leftraro, o durante las acciones de Caupolicán,
etc., en una gesta cuyos ataques de resistencia al invasor se prolongaron por más
de tres siglos.
Rebeliones hubo de araucanos en diversos momentos, como cuando en 1599
destruyeron Valdivia, la Imperial, Angol, Santa Cruz, Chillán y la Concepción,
suscitando la desolación de grandes extensiones territoriales que obligaron a los
españoles a establecer nuevos fuertes y guarniciones militares, profundizándose
la guerra que paulatinamente disminuyó la población originaria, la cual sin
embargo se mantuvo irreductible en dignidad y determinación combativa. No
obstante, los invasores utilizaron también a los misioneros católicos para atacar la
fortaleza espiritual de los indígenas. Varios de los misioneros también fueron
ajusticiados por los mapuches, obligando a que los españoles firmaran hacia 1640
un tratado de paz en cabeza del Gobernador Marqués de Baides, al que los
mapuches trataron de soportar más o menos en condiciones de paz, pero en
medio de las múltiples violaciones que los peninsulares hicieron de los acuerdos,
obligaron finalmente a que aquel digno pueblo nuevamente pusiera en marcha la
ensangrentada flecha de la convocatoria a la guerra de resistencia, tal como
ocurrió en 1655, año en que se produjo memorable jornada de sublevación
general.
Efectivamente, en el medio siglo XVII, los araucanos llegaron hasta Maule,
arrasando la presencia, la economía y el poder español. Luego de muchos otros
momentos de accionar insurgente se produjeron también los heroicos
levantamientos de 1723 y 1766.
Es por esta actitud digna y valerosa de los pueblos originarios del Arauco en
defensa de su territorio y su identidad; es decir, en defensa de su condición de
pueblo-nación, que los infames invasores europeos los llaman “barbaros indios”,
tal como lo hacen los cronistas más “destacados” del llamado Viejo Mundo. Es por
esta actitud decorosa que sus victimarios los llaman infieles y traidores.
VI. LEFTRARO, O LA VISIÓN DEL OFENDIDO.
(De cómo hizo Leftraro la resistencia).
“La sangre toca un corredor de cuarzo. La piedra crece donde cae la gota. Así nace
Lautaro de la tierra”. Pablo Neruda.
Aukán (El ser guerrero).
Son las medianías del siglo XVI, época del héroe mapuche.
Dice nuestro poeta Pablo Neruda, fijándose en las esencias que formaban a
Nuestro Padre Leftraro, que él “era una flecha delgada. Elástica y azul…”.
“Fue su primera edad sólo silencio”…, el “silencio” de la admiración que indaga el
sentido de las cosas, el silencio de la elipsis concluida por la gramática húmeda
del bosque hermano del que se aprende vivenciando su imponencia enigmática
cifrada con los símbolos del tiempo sin edad precisa…, el silencio expresivo del
ejemplo de sus mayores en aquella interrelación sagrada con la comunidad y la
naturaleza, escuchando, observando, oliendo, tocando con toda la plenitud de sus
sentidos despiertos, hasta el tiempo en que fue separado de los suyos para pasar
a servir, no por su gusto, a Pedro de Valdivia. Así, entonces, dice el poeta “Su
adolescencia fue dominio. Su juventud fue un viento dirigido. Se preparó como una
larga lanza.”, haciéndose al conocimiento de su enemigo invasor.
Pero la formación de Leftraro venía siendo desde su nacimiento: “Acostumbró los
pies en las cascadas. Educó la cabeza en las espinas. Ejecutó las pruebas del
guanaco. Vivió en las madrigueras de la nieve. Acechó la comida de las águilas.
Arañó los secretos del peñasco. Entretuvo los pétalos del fuego. Se amamantó de
primavera fría. Se quemó en las gargantas infernales. Fue cazador entre las aves
crueles”.
Así fue siendo Leftraro, el Halcón Veloz, el hijo de Kurü-ñangku. Lo tomaron como
mozo de caballería al servicio de Pedro de Valdivia, cuando tenía unos 14 ó 15
años de edad, seguramente, y por el conquistador le fue colocado el nombre de
Felipe, según algunos, o de Alonso, según otros; en todo caso, lo llamaron Felipe
Lautaro o Alonso Lautaro, hasta llamarlo solamente Lautaro. Esos sucesos
pudieron ser hacia 1550. Pero a los 18 ó 19 años de edad retornó al seno de su
pueblo en plena época en que el sabio Colocolo (Colo Colo), organizaba un
planificado levantamiento general de los pueblos invadidos. En el seno del ejército
mapuche llevó experiencias y observaciones que había hecho mientras vivió con
los españoles y con ello ayudó a organizar la ofensiva que se preparaba con la
determinación de expulsarlos de la tierra araucana.
¿Cómo pudo Leftraro llenar sus manos de victorias sino leyendo las agresiones de
la noche? ¿Cómo pudo leer las agresiones de la noche y sostener los derrumbes
del azufre, hacerse velocidad, luz repentina, tomar las lentitudes del otoño,
trabajar en las guardias invisibles, dormir en las sabanas del ventisquero…, igualar
la conducta de las flechas? Pues era la hechura de la creación colectiva de su
pueblo todo, él era luego el despliegue de los sentimientos de ese colectivo
humano sin el cual el Halcón del Arauco no hubiese logrado las proezas que le
hicieron héroe. Él era la expresión del querer de sus mayores, de las autoridades
tradicionales, religiosas y de los sabios y machis que le inculcaron la cosmovisión
Mapuche.
¿Qué podría significar para Almagro, Valdivia o Villagra la palabra lonko, qué
podía ser para ellos un ñidol lonko? Nada les decían tales conceptos, nada les
expresaba el concepto gñepín. Por ello cuando el weichafe viento, es decir, el
guerrero hecho de los elementos de la naturaleza, que había escuchado la voz de
Colo Colo en las noches de fuego que antecedieron a la invasión, atendió a su
llamado acudiendo al ritual de la flecha ensangrentada y comió del corazón del
guanaco sacrificado en honor a Gnechén, nada era casual: quien venciera las
pruebas de aquella jornada memorable del medio siglo XVI, indefectiblemente
habría de “beber la sangre agreste de los caminos”. Sería su misión la de
“arrebatar el tesoro de las olas” para preservarlo de la codicia del invasor
elevándose con la fuerza del decoro colectivo a la amenazante condición de “dios
sombrío”. Él sería el pueblo como el pueblo sería él, desenvolviéndose en el
“alfabeto del relámpago” que marcaba un destino en el que no era el hombre el
centro del universo sino pequeña briznas del mismo, ¿acaso “cenizas
esparcidas”? Quizás, pero ante todo parte de la naturaleza, en interrelación, en
equilibrio y armonía con los demás elementos.
Así y sólo así entendía Leftraro su mundo, porque así y sólo así lo entendía su
pueblo, de manera tal que “descifrar el espiral hilo del humo”, “construirse de fibras
taciturnas”, “aceitarse como el alma de la oliva”, era asumir esa dimensión elevada
de amor superior al Wall Mapu, que es lo que da al alma del ser humano, que
amando la naturaleza no se cree superior a ella, la condición “del cristal de la
transparencia dura”.
El pueblo que movía el ánimo sublime de Leftraro en la batalla y en el reposo no
estaba imbuido del racionalismo antropocentrista, ni del veneno de la codicia que
infestaba el pensamiento de los conquistadores y conduce al utilitarismo que hace
creer que a la naturaleza hay que someterla, que de ella debemos valernos sin
pensar en que hay que también cuidarle porque de ella dependemos en unión
irreductible.
En el pueblo de Leftraro como en él mismo, entonces, no estaba la redención en la
visión del sometimiento al Dios perverso de la cruz y de la espada que pretendían
imponer los conquistadores. No estaba la vida plena en la promesa del cielo del
retorcido capellán de Valdivia que sólo pensaba en “ganar almas” pero para
llenarse de riquezas materiales…, sino en el sendero de Chaw Ngenechén,
omnipresente fuerza que palpitaba en cada elemento de la Madre Tierra, en cada
una de sus criaturas, en cada montaña, en cada río, en cada árbol, en cada flor,
en el viento, en la lluvia, en la nieve…, inspirando el respeto que merece como
Padre portador de la dualidad que cobija las dimensiones divinas de un hombre
mayor y de una mujer anciana en el sentido de un concepto que conocen los
Mapuche como Huenú Chaw (el Gran Padre), que en sí es la sabiduría y la fuerza,
por una parte, y Huenú Kushe, que es el abrigo y la protección. Ésa es la
dimensión, podemos decir, de quien “estudie para viento huracanado”; ésa, la
dimensión que haría posible “combatir hasta apagar la sangre” y para que alguien
“sea digno de su pueblo”.
¿Hasta dónde las creencias de un colectivo humano que ama la naturaleza con
delectación infinita le pueden hacer invencible? ¿Hasta dónde esa concepción que
también integra la representación de la vitalidad y la fuerza del hombre joven y de
la mujer joven, signados como un todo en Wenú Weché, dan el arrojo del
heroísmo sin fronteras? ¿Hasta dónde el arraigo del sentido de la fertilidad y la
proyección futura, que se encierra en Ulchá Domó, también como parte de la
integralidad humanidad-naturaleza, puede influir en el arrojo indómito…? Es
impredecible, no es medible la posibilidad de lucha que deriva de lo más profundo
de las convicciones y creencias de los pueblos que tienen por principio sagrado la
dignidad insumisa.
Sólo una mentalidad así, con esos profundos y disímiles caracteres que, no
obstante su existencia diversa, se integran en un mismo estado de cosas; los
opuestos que no necesariamente se contrarían sino que se complementan como
un mismo correlato, como una misma substancia del universo tangible y del
intangible, que al mismo tiempo son fundamentos de un mismo todo en armonía,
del que hay absoluta convicción, identidad, arraigo, amor…, podía hacer posible
que un muchacho de 11 ó 12 años de edad llegara prisionero hasta la casa del
invasor y comenzara a buscar la interpretación también del significado
desconocido de esos seres extraños que ahora irrumpían en su mundo,
impactándolo con atrocidades… Llegar ahí, digamos, y “acompañarle como la luz,
dormir cubierto de sus puñales, verle mientras dormía en sus pesebreras, poco a
poco acumular su poderío mientras al mismo tiempo, examinaba los tormentos,
miraba más allá del aire hacia su raza sagrada” sin dejar de pensar en volver
hasta su comunidad.
¿Cómo pudo Leftraro “velar a los pies de Valdivia, oír su sueño carnicero, crecer
en la noche sombría como una columna implacable, adivinar aquellos sueños,
levantar la dorada barba del capitán dormido, cortar el sueño en la garganta…,
aprender –velando sombras– la ley nocturna del horario, marchar de día
acariciando los caballos de piel mojada que iban hundiéndose en su patria,
adivinar aquellos caballos, marchar con los dioses cerrados, adivinar las
armaduras y ser testigo de las batallas mientras entraba paso a paso al fuego de
la Araucanía…?”
Sin duda, en su conciencia más profunda, en sus convicciones, el sentido de lo
colectivo inculcado desde su nacimiento de pehuenes y maiceras en las
montañas, estaba marcado con el fuego de la tradición; así estaba tatuada en su
alma la visión Mapuche de la existencia, con la imagen del cultrún, como símbolo
hierático que expresa ya la redondez de la tierra, ya sus puntos cardinales…, para
asumir su Meli Wixan Mapu, o sea las expresiones vertical y horizontal de sus
divinidades, indicando nuevamente la dualidad del todo: dos veces la madre, dos
veces el padre, dos veces en su dimensión masculina y en su dimensión
femenina; su expresión de ancianidad y de juventud, en el fluir del tiempo y del
espacio, o en el discurrir de las estaciones del ciclo anual de las lunas que rigen
las noches claras y oscuras del Wall Mapu.
Sólo así pude concebirse que Leftraro llegara “como relámpago a la vida de
Valdivia, atacar de ola en ola, disciplinar las sombras araucanas:…, entrar el
cuchillo castellano en pleno pecho de la masa roja…”, acompañado de Chau Antú
que es el Padre Sol; ó de Ñuké Küyén que es la Luna; o de Wangleng, que
representa las Estrellas. En fin, acompañado de sus divinidades que le daban la
fuerza de la naturaleza que encierran los Ñgén, que en la mentalidad Mapuche
son dueños ellos de los distintos espacios de las montañas, de los ríos, de la
brisa, del fuego, de los truenos…, y hasta de los rincones del Arauco arrebatados
con tanta saña por el invasor.
Cuando entre los seres humanos es fundamental la interrelación equilibrada,
respetuosa, de amor entre su existencia y la Madre Tierra (Ñuke Mapu), entre él y
todos los demás elementos de la biodiversidad (Itrofillmongen), de modo tal que la
vida es un concepto que incluye ese todo, entonces, decir que el Mapuche es el
Hombre de la Tierra, ésta (el Mapu) alcanza una dimensión que va más allá de la
simple materialidad, tocando con todas las demás cosas que la contienen o que se
contienen en ella. Así, Tierra es vitalidad, y esa vitalidad es significado esencial del
Mapudungun o “Habla de la Tierra”, y del Ñuke Mapu (la Madre Tierra), y del Wall
Mapu percibido como el territorio ancestral. Por lo tanto, esta fuerte vinculación del
Ser Humano con la Tierra, es lo que genera toda la comprensión del conjunto
humanidad-vida-mundo, que conlleva un fuerte arraigo y pertenencia del Mapuche
con su territorio y su entramado social, político y cultural propio, autonómico,
sagrado, que le da sentido a cada individualidad, siempre en razón de su
pertenencia al colectivo.
Así se ha de entender la guerrilla leftrárica en su enorme dimensión espiritual
entrelazada con la materialidad en la que, como ya se ha dicho, la Tierra es
Madre; así se ha de entender esa guerrilla “sembrada bajo todas las alas
forestales, de piedra en piedra y vado en vado, mirando desde los copihues,
acechando bajo las rocas…”.
Todo ello conduce a que Leftraro sea conocido como un estratega, destacándose
por su genio político-militar, que habiendo aprendido la forma de vida, el
comportamiento y los avances técnicos de los conquistadores, no se dejó asimilar
sino que desarrolló sus propios métodos para enfrentarlos como enemigos.
Leftraro desenvolvió su accionar de resistencia en el camino de la guerra de
guerrillas, construyendo un verdadero arte militar que combinó en equilibrio
perfecto el sereno raciocinio con la fuerza, donde los factores predominantes
serán: la organización de su pueblo, la inteligencia, el planeamiento, la rapidez y la
movilidad, el aprovechamiento del terreno en los ataques sorpresa como en los
ataques en oleadas, la utilización de fortificaciones y de fuerzas de reserva o
refresco, los hostigamientos, el espionaje, etc.
Su capacidad de convencimiento propició la convocatoria y el acrecentamiento de
las convicciones de un pueblo que lo respaldó, le sirvió de guía y acompañó hasta
las últimas consecuencias.
Leftraro retomó la ingente experiencia y las ricas tradiciones comunitarias de los
suyos para alimentarlas con nuevas tácticas, enseñar aspectos de la guerra que
aprendió durante su cautiverio, instruir sobre armas desconocidas para los
indígenas, desplegar creatividad e inventiva que desembocara, como en efecto
ocurrió, en el diseño de nuevas armas que de manera efectiva sorprendieran al
enemigo y pudieran hacer inocuas o vencibles sus corazas, sus armas de fuego,
sus aceros y caballos. Leftraro afinó los mecanismos de inteligencia que le
permitieran recabar la información para actuar sobre seguro, dando un demoledor
orden de batalla a sus huestes.
Quienes han estudiado la incuestionable condición de estratega del joven guerrero
Leftraro señalan que logró él en poco tiempo darle organización, estructura y
disciplina a su ejército, dividiéndolo en batallones comandados por
experimentados y valerosos tokis que habrían sido seleccionados entre muchos
guerreros, luego de pasar por numerosas pruebas que permitieran identificar sus
destrezas específicas, de tal suerte que así se escogieron grupos de lanceros,
maceros, arqueros, piqueros, macaneros, boleadores, jinetes, infantes, veloces
mensajeros, espías, etc. Pero se pudo, sobre todo, mediante la organización del
pueblo para la resistencia, impartir instrucción militar generalizada y rigurosa, que
para el caso de los guerreros era particularmente férrea e intensa.
Con Leftraro inicia para los Mapuche una modalidad operativa novedosa que
dejaba en segundo plano los ataques masivos para entrar a priorizar el combate
popular, organizando escuadrones para implementar ataques sucesivos por
grupos que se relevaban tanto en la defensa como en el ataque, haciendo máximo
aprovechamiento del terreno y la posibilidad de sorprender las cargas de
caballería afincándose al terreno con lanzas, especialmente, o alcanzando al
enemigo minimizando la exposición. Se experimentaron los mapuches, además,
en la utilización de largas varas a las que les acondicionaban lazos en sus puntas
para atrapar y desmontar a los jinetes de sus cabalgaduras en plena acción.
Concientizó Leftraro a los suyos sobre la diferencia radical que existía entre la
huída por cobardía y la retirada como procedimiento táctico válido y necesario en
el arte de guerrear, sobre todo a cómo utilizar el procedimiento a manera de ardid
para conducir al enemigo hacia terreno desfavorable para él.
Entre muchos otros recursos tácticos y estratégicos de combate, Leftraro adiestró
a los suyos en el uso de la corneta, de las banderas y otros elementos para dar
señales inequívocas en el campo de batalla; enseñó la combinación y uso de los
tipos de armas según las circunstancias del combate; acondicionó la línea de
mando y el rigor de las órdenes, ideó el sistema de infantería trasportada usando
las ancas de los caballos para meter en profundidad y descansados a los
guerreros. Adecuó con enseñanza impecable y despliegue efectivo el servicio de
espionaje y contrainteligencia, contando con la generalizada lealtad que logró
entre su pueblo; preparó exploradores, etc.
Leftraro combina con excelencia distintas disciplinas para hacer frente a un
enemigo mucho más poderoso en cuanto a su técnica, la cual era superior en
posibilidades de destrucción y aniquilamiento. Las mesnadas españolas que
penetraron hacia el Arauco, sanguinarias y codiciosas como todas las que en
general invadieron a América, contaban con veteranos de la guerra contra los
moros y a los experimentados combatientes de la guerra de Flandes que, además,
estaban reforzadas por una gran cantidad de yanaconas auxiliares, que también
combatían contra los Mapuche. No obstante, la gesta del héroe araucano les
superó con creces y marcó un inigualable hito en la historia de Nuestra América.
VII. VISIÓN DE LA GUERRA.
Dividieron mi patria/ como si fuera un asno muerto./ «Llévate este trozo de luna y
arboleda,/ devórate este río con crepúsculo»…
(…)
Entonces Valdivia, el verdugo,/ atacó a fuego y a muerte./ Así empezó la sangre,/ la
sangre de tres siglos, la sangre océano,/ la sangre atmósfera que cubrió mi tierra/ y
el tiempo inmenso, como ninguna guerra… (Pablo Neruda, en su Canto general)
La resistencia mapuche, en especial las campañas adelantadas por Leftraro y
Pelentaru, evidencia la eficacia del combate cuando está alimentado de la fuerza
moral y de la legitimidad que otorga la justeza de una causa. La fuerza moral y la
legitimidad, la dignidad y los valores propios de un pueblo surgido en libertad,
plenamente integrado a su entorno en una relación de respeto y delectación,
cimentando la posibilidad real, efectiva, de sostenerse incólumes frente a un
enemigo cruel y con muchas más y mejores condiciones instrumentales para la
guerra, dejan para la historia de los pueblos, la enseñanza y el ejemplo de que los
oprimidos pueden enfrentar exitosamente a los opresores, por poderosos que
parezcan o efectivamente sean. Ejemplifican, que las guerras de liberación, por la
soberanía y la justicia tendrán siempre la posibilidad del éxito si además se
despliega una estrategia que comprometiendo a todo el pueblo, como pueblo en
armas, asume todas las formas de lucha con convencimiento y determinación.
Consiste el ejemplo, además, en asumir este tipo de lucha sin mentalidad
cortoplacista, sin temor a los tropiezos o fracasos propios de una confrontación,
entendiendo que cada experiencia debe acumularse para tarde o temprano hacer
efectiva la victoria.
Así actuaron los Mapuche, resistiendo por más de tres siglos a las fuerzas
españolas, entre pérdidas y triunfos, sin nunca claudicar ni menguar su dignidad.
Así aún continúan enfrentando la ignominia de quienes aun en la llamada
temporalidad de la República les niegan su condición de pueblo-nación.
Sin duda, la grandeza y brillo de la resistencia araucana subsume estos factores,
enraizados en su fuerte unidad cultural y en su creatividad para el
aprovechamiento de los más disímiles métodos y estratagemas de desarrollo,
principalmente, de la guerra irregular, de la guerra de guerrillas, donde el máximo
conocimiento del terreno hace parte de su plena integración física y espiritual a la
naturaleza. Así es la particularidad de la guerra de todo el pueblo en el imaginario
Mapuche.
No se trataba, entonces, de lo que consignan algunos autores en cuanto a que los
Mapuche guerreaban por placer. Leftraro y su pueblo asumieron la guerra por la
defensa de su territorio y del todo de su existencia libérrima. La guerra de
resistencia, especialmente en la concepción de Leftraro, fue asumiendo
concomitantemente el fin estratégico de la derrota total de las fuerzas enemigas
como condición fundamental para el mantenimiento de una sociedad libre y justa,
superando la visión que planteaba sólo la resistencia estrictamente defensiva, que
era una de las propuestas que sostenía parte de las autoridades tradicionales. Y
esta visión del triunfo estratégico implicaba la convicción de que la emancipación
de los pueblos pasa por la destrucción del sistema de explotación que venían
imponiendo los españoles y que se fundamentaba, ante todo, en la esclavización
de la población aborigen.
Leftraro es, inobjetablemente, un excepcional dirigente popular y jefe militar
impresionante, si atendemos a su poca edad al momento de asumir la conducción
de las huestes araucanas, y en tanto que su brillo superior se da entre no pocos
magníficos líderes que en su misma época y después sobrellevaron con grandes
méritos el fragor de la batalla. Tómese por ejemplo el caso de Caupolicán, señor
de Pimalquén, quien aun siendo su jefe cedió protagonismo a Leftraro porque
reconoció sus magníficos méritos. O el caso de Pelantaro o Pelantaru, quien
dirigió la ofensiva araucana contra Curalaba (diciembre de 1598), el asalto al
fuerte de Santa Cruz de Óñez (febrero de 1599) y la destrucción de la ciudad de
Valdivia utilizando para este último caso, además de un gran ejército de 4000
efectivos, una caballería poderosa como jamás la imaginaron los españoles, con la
que barrió los enclaves que durante medio siglo los invasores trataron de
establecer al sur del río Biobío. Durante esta campaña, las fuerzas indígenas
causaron algo más de un millar de bajas a los conquistadores.
El ejemplo de heroicidad y persistencia de estos caudillos que tanto se
identificaron con sus pueblos tuvo gran perdurabilidad y éxito, lo cual es
demostrable con muchísimos casos más, pero tomemos sólo ahora el nombre
también de Lientur, quien en mayo de 1629 derrotó con sus combatientes
araucanos a las tropas de Francisco Núñez de Pineda.
En el caso de Pelentaru, heredero de las enseñanzas y el arte militar de Leftraro,
éste es considerado el creador de una de las caballerías para la guerra más
diestra a nivel mundial (hacia el año 1590). La experiencia de Pelentaru está
signada por el uso del caballo como factor fundamental para la guerra de
resistencia protagonizada con tanto valor y eficacia por el pueblo Mapuche; pero
además de su trascendental importancia militar, resalta el inmenso valor cultural
que alcanzó el caballo en la mentalidad Mapuche en cuanto a la condición mística
asignada al animal como Auka Kahuel o Kawell Auka (Auka, como rebelde y
Kahuel, como caballo; es decir, Caballo rebelde o guerrero). Es con Pelantaru
también que se desarrollan las operaciones tácticas de ataques simultáneos,
coordinados, que permitieron triunfos importantes para la defensa del territorio.
Así fue; así se produjo la arremetida del héroe pueblo en la entereza de hombres y
mujeres de la talla de Leftraro contra el fuerte de Tucapel, (una de las más
memorables batallas de la resistencia indígena en la navidad de 1553), o de
dirigentes como Pelentaru en la resistencia de Curalaba, en la navidad de 1598 y
el asalto al fuerte de Santa Cruz de Óñez de febrero de 1599, entre otras muchas
acciones y conductores mencionados.
Pero sigamos con Leftraro, citando y parafraseando al poeta de Temuco, en
aquella inigualable descripción de la memorable gesta araucana: “Valdivia quiso
regresar. Fue tarde”./ “Llegó Lautaro en traje de relámpago. Siguió el Conquistador
acongojado. Se abrió paso en las húmedas marañas del crepúsculo austral. Llegó
Lautaro, en un galope negro de caballos. La fatiga y la muerte conducían la tropa
de Valdivia en el follaje. Se acercaban las lanzas de Lautaro”./ “Entre los muertos
y las hojas iba como en un túnel Pedro de Valdivia”./ “En las tinieblas llegaba
Lautaro. Pensó en Extremadura pedregosa, en el dorado aceite, en la cocina, en
el jazmín dejado en ultramar”./ “Reconoció el aullido de Lautaro. Las ovejas, las
duras alquerías, los muros blancos, la tarde extremeña”./ “Sobrevino la noche de
Lautaro. Sus capitanes tambaleaban ebrios de sangre, noche y lluvia hacia el
regreso. Palpitaban las flechas de Lautaro. De tumbo en tumbo la capitanía iba
retrocediendo desangrada. Ya se toca el pecho de Lautaro”./ “Valdivia vio venir la
luz, la aurora, tal vez la vida, el mar. Era Lautaro”.
Además de hacer llegar a Valdivia mediante procedimientos de engaño, destruir el
fuerte y su tropa, junto a Caupolicán, el Halcón Veloz dio muerte al conquistador.
Yace Valdivia bajo la indignación y la furia araucana: “Era un azul de lluvia, la
mañana con fríos filamentos de sol deshilachado. Toda la gloria, el trueno,
turbulentos yacían en un montón de acero herido”./ “El capelo elevaba su lenguaje
y un fulgor de luciérnaga mojada en toda su pomposa monarquía”./ “Trajimos tela
y cántaro, tejidos gruesos como las trenzas conyugales, alhajas como almendras
de la luna, y los tambores que llenaron la Araucanía con su luz de cuero.
Colmamos las vasijas de dulzura y bailamos golpeando los terrones hechos de
nuestra propia estirpe oscura”.
Así fue. Ése era el temple con el que avanzaba impertérrito Leftraro pueblo. Su
campaña militar continuó dando golpe tras golpe, derrotando luego al sucesor del
conquistador vencido. Francisco Villagra, que era como se llamaba el otro intruso,
encontró su primera derrota en la región de Concepción, en la batalla de
Marigüeño o Marihueno del 26 de febrero de 1554, cuando aún tibio estaba el
recuerdo de la muerte de Valdivia pesando como cordillera en el corazón de los
arrogantes conquistadores:
“El rostro del enemigo había sido golpeado, cortado el valiente cuello…, hermosa
fue la sangre del verdugo que se repartía como granada mientras ardía viva
todavía”./ “En el pecho de la conquista se había entrado una lanza y el corazón
alado como un ave fue entregado al árbol araucano…, subió un rumor de sangre
hasta su copa”/ “Entonces, de la tierra hecha de nuestros cuerpos, nació el canto
de la guerra, del sol, de las cosechas, hacia la magnitud de los volcanes”.
Sí, "había sido repartido el corazón sangrante. Se habían hundido los dientes de la
resistencia en aquella corola cumpliendo el rito de la tierra: «Dame tu frío,
extranjero malvado. Dame tu valor de gran tigre. Dame en tu sangre tu cólera.
Dame tu muerte para que me siga y lleve el espanto a los tuyos. Dame la guerra
que trajiste. Dame tu caballo y tus ojos. Dame la tiniebla torcida. Dame la madre
del maíz. Dame la lengua del caballo. Dame la patria sin espinas. Dame la paz
vencedora. Dame el aire donde respira el canelo, señor florido.»"
Por su genio militar, Lautaro es considerado como el delineador de un “arte militar
araucano” que aplicó y desarrolló en breve tiempo algo más de tres o cuatro años
en campaña, a tan temprana edad (entre sus 18 y sus 22 años aproximadamente),
organizando y conduciendo a su ejército indígena.
Reiteremos que se reconoce en él un guerrero de excepcional genio marcial,
quien de manera muy rápida inventó armas, diseñó tácticas y modalidades que
bien pueden ubicarse dentro de lo que es una efectiva concepción de la guerra de
guerrillas, implementando su reconocido procedimiento de sólo atacar en el
terreno que él mismo seleccionaba, hacia donde conducía a sus enemigos,
mediante tretas, ardides y jugadas maestras, creando fortificaciones de campaña,
ingeniando la sorpresa, aprovechando el terreno, en el que siempre aparecía con
su musculosa talla de joven más bien alto, al que los historiadores describen como
guerrero físicamente fuerte, espaldas anchas, cuerpo robusto pero ágil, ojos
negros, elevado torso de atleta. Aunque suelen representarlo con el cabello largo,
se dice también que durante la guerra usaba la cabeza rapada coronada con un
penacho de cabello que era símbolo de su condición de jefe general de la guerra,
lo cual complementaba portando la toki kura (piedra que cuelga del cuello a
manera de talismán) y una clava toscamente labrada que también empuñaba
como símbolo de su rango. En diversas ocasiones se le vio con el pecho desnudo
o con una camiseta colorada española y un bonete de cuero color grana.
VIII. LAS BATALLAS DE LEFTRARO.
- Batalla de Tucapel.
“A Valdivia mirad, de pobre infante/ si era poco el estado que tenía,/ cincuenta mil
vasallos que delante/ le ofrecen doce marcos de oro al día;/ esto y aún mucho más
no era bastante,/ y así la hambre allí lo detenía./ Codicia fue ocasión de tanta guerra/
y perdición total de aquesta tierra.” (Ercilla, Alonso y Zúñiga. La Araucana. Págs. 48
a 49. Editado por elaleph.com, 1999).
En 1553 Valdivia había establecido el fuerte de San Diego de Tucapel. Se trataba
de una de las tantas construcciones orientadas por el conquistador a su regreso
del Perú, y que obedecía a su determinación de avanzar la invasión hacia tierras
más meridionales, con el afán de concretar su obsesiva idea de fundar un reino
que se prolongara hasta el estrecho de Magallanes. Valdivia, entonces, se
empeñó en reconstruir los sitios que habían sido arrasados por la resistencia
mapuche y fundó nuevas poblaciones como Concepción en 1550, La Imperial en
1551 y Villarrica y Valdivia, en 1552. A continuación enclavó los fuertes de Arauco,
Purén y Tucapel, en 1553. Pero la confrontación con los pueblos originarios que
defendían sus territorios invadidos no cesó en ningún momento. Para entonces,
según las versiones más admitidas, no solamente Caupolicán sino también
Leftraro, encabezaban ya las fuerzas mapuches que actuaban contra los intrusos.
Poco después de la destrucción del fuerte de Tucapel, se produjo la batalla del
mismo nombre en el lugar donde antes se levantaba el baluarte. Era día 25 de
diciembre cuando se produjo el encuentro bélico en el que las tropas de
Caupolicán y Leftraro dieron muerte a Valdivia en el desenvolvimiento de aquella
batalla cuyos pormenores son recogidos por Alonso de Ercilla en su novela La
Araucana.
Explican los historiadores que las huestes mapuches se habían ubicado en una
“Línea interior”, entre las tropas españolas que se encontraban emplazadas en los
fuertes de Purén (hacia el sur) y la Concepción (por el norte). Se considera que,
entonces, la dirigencia mapuche diseña un ardid orientado a neutralizar a Gómez
de Almagro y fijarlo al fuerte de Purén para evitar que juntara fuerzas con Valdivia
en Tucapel.
Ocurre que por la captura que las tropas de Leftraro hacen de un mensajero de
Valdivia, se enteran que éste se desplaza hacia el sur por un área en la que
obligadamente debe pasar por Tucapel. El conquistador, efectivamente había
salido de Concepción a mediados de diciembre de 1553 rumbo a Quilacoya con el
fin de agregar más soldados; hecho que se concreta sin contratiempos porque
aunque las avanzadas y espías de Leftraro lo habían notado, dejaron que
ocurriera para que Valdivia continuara su camino en busca de Gómez de Almagro,
a quien pensaba encontrar en Tucapel.
Después de unos nueve días de marcha, un poco extrañado por no percibir
hostigamientos de indígenas que una que otra vez logró observar en la distancia, y
al no tener noticias del fuerte de Tucapel, decide enviar una avanzada de cinco
soldados que encabeza Luis de Bobadilla, pretendiendo con ello explorar el
camino y recabar información. Pero una vez enviado, Bobadilla no retorna con
noticia alguna, lo cual inquieta aún más a Valdivia, quien decide acampar a media
marcha de Tucapel para reemprender la jornada el día de la navidad,
encontrándose con la sorpresa de la desolación y la destrucción total del fuerte
cuyos restos aún estaban humeantes. Ahí mismo decide acampar, hecho que no
le fue posible porque, cuando en esos preparativos estaba, sobrevino el asalto de
los guerreros mapuches.
La reacción de Valdivia fue rápida y contundente. En poco tiempo reorganizó sus
líneas defensivas y ordenó el ataque contra la retaguardia mapuche con su
caballería, lo cual fue contrarrestado por los lanceros nativos que habían previsto
la maniobra. No obstante, la contundencia de la contraofensiva suscitó la retirada
de los mapuches hacia los mismos bosques aledaños de donde habían salido a
atacar a los españoles. Pero, resulta que se trataba sólo de la apariencia, pues al
instante reaparecieron tropas mapuches frescas que disolvieron la dulzura de la
“victoria” que ya comenzaban a saborear los españoles.
Nuevamente los hombres de Valdivia rearmaron sus líneas defensivas y
ordenaron la carga de caballería para repeler el ataque de las tropas indígenas
que habían dispuesto ordenadamente de lanceros, maceros, boleadores y
enlazadores que hacían estragos derribando jinetes de sus cabalgaduras.
Nuevamente, ante el sonido de la corneta se precipitó la retirada de los guerreros
indígenas, que al instante fueron relevados por un nuevo escuadrón descansado
que ahora venía orientado directamente en el campo por Leftraro.
En un momento de desespero por el cansancio y las bajas sufridas, con los pocos
hombres que le quedaban, Valdivia reagrupó a los suyos y ordenó una última
descarga a muerte que al mismo tiempo era la voz de retirada por el flanco que
consideraban más débil entre los mapuches. Pero el propio Leftraro, que
observaba el desenvolvimiento de la batalla, avanzó con su escuadra sobre los
enemigos que estaban ya en desbandada y uno a uno fueron dando muerte a
cada español aislado. Previa y calculadamente el estratega mapuche había dejado
como en descuido una salida que Valdivia aprovechó para huir junto al clérigo
Pozo que le acompañaba en la expedición. ¡Pero no!, pues se trataba de otra
trampa de Lefrtaro que condujo al sanguinario conquistador directo hasta un
terreno cenagoso donde los caballos se empantanaron en el lodo. Así, fueron
capturados vivos Valdivia y su acompañante.
El suceso es narrado por Alonso de Ercilla de la siguiente manera:
Sólo quedó Valdivia acompañado/ de un clérigo que acaso allí venia,/ y viendo así
su campo destrozado,/ el mal remedio y poca compañía,/ dijo: " Pues pelear es
escusado,/ procuremos vivir por otra vía. "/ Pica en esto al caballo a toda prisa/
tras él corriendo el clérigo de misa.
Cual suelen escapar de los monteros/ dos grandes jabalís fieros, cerdosos,/
seguidos de solícitos rastreros,/ de la campestre sangre cudiciosos,/ y salen en su
alcance los ligeros/ lebreles irlandeses generosos,/ con no menor cudicia y pies
livianos,/ arrancan tras los míseros cristianos.
Tal tempestad de tiros, Señor, lanzan/ cual el turbión que granizado viene,/ en fin a
poco trecho los alcanzan,/ que un paso cenagoso los detiene;/ los bárbaros sobre
ellos se abalanzan,/ por valiente el postrero no se tiene,/ murió el clérigo luego, y
maltratado/ trujeron a Valdivia ante el senado.
Caupolicán, gozoso en verle vivo/ y en el estado y término presente,/ con voz de
vencedor y gesto altivo/ le amenaza y pregunta juntamente;/ Valdivia como mísero
captivo/ responde, y pide humilde y obediente/ que no le dé la muerte y que le
jura/ dejar libre la tierra en paz segura.
Cuentan que estuvo de tomar movido/ del contrito Valdivia aquel consejo;/ mas un
pariente suyo empedernido,/ a quien él respetaba por ser viejo,/ le dice: " ¿Por dar
crédito a un rendido/ quieres perder tal tiempo y aparejo ?"./ Y apuntando a
Valdivia en el celebro,/ descarga un gran bastón de duro nebro. Como el dañoso
toro que, premiado/ con fuerte amarra al palo está bramando/ de la tímida gente
rodeado/ que con admiración le está mirando;/ y el diestro carnicero ejercitado,/ el
grave y duro mazo levantando,/ recio el cogote cóncavo deciende/ y muerto
estremeciéndose le tiende;/así el determinado viejo cano/ que a Valdivia
escuchaba con mal ceño,/ ayudándose de una y otra mano,/ en algo levantó el
ferrado leño./ No hizo el crudo viejo golpe en vano,/ que a Valdivia entregó al
eterno sueño/ y en el suelo con súbita caída/ estremeciéndose el cuerpo, dio la
vida.
Llamábase este bárbaro Leocato/ y el gran Caupolicán, dello enojado,/ quiso
enmendar el libre desacato,/ pero fue del ejército rogado;/ salió el viejo de aquello
al fin barato/ y el destrozo del todo fue acabado,/ que no escapó cristiano desta
prueba/ para poder llevar la triste nueva.
Dos bárbaros quedaron con la vida/ solos de los tres mil, que como vieron/ la
gente nuestra rota y de vencida,/ en un jaral espeso se escondieron;/ de allí vieron
el fin de la reñida/ guerra, y puestos en salvo lo dijeron,/ que, como las estrellas se
mostraron,/ sin ser de nadie vistos se escaparon. (Ercilla, Alonso y Zúñiga. La
Araucana. Págs. 64 a 66. Editado por elaleph.com, 1999).
Por esta narración y otras investigaciones de los historiadores, se cree que
Valdivia luego de ser capturado fue presentado ante los lonkos; entonces,
públicamente, durante aquella reunión, un guerrero ya entrado en años llamado
Leocato le dio muerte de un mazazo en la cabeza, sin contar para ello con la
autorización de Caupolicán y de Leftraro.
Son muchas las versiones tejidas alrededor de la muerte y destino de los restos
del conquistador, incluyéndose entre ellas narraciones que hablan de suplicios:
una vez llevado al campamento de los guerreros Mapuche, se dice que Valdivia,
en castigo de su inenarrable perversidad, fue sometido a tormentos durante tres
días; le habrían llenado la boca de tierra y polvo de oro para luego baquetearlo
como si se tratara de un arcabuz, significando con ello que debía hartarse con lo
que tanto codiciaba y por lo que tanto había hecho sufrir al pueblo Mapuche. Hay
narraciones que hablan de que en su boca vertieron oro derretido, y que en
desquite por mutilaciones y masacre ejecutadas contra hombres, mujeres y niños
indígenas, especialmente por las atrocidades cometidas después de la batalla de
Andalién, le propinaron similares suplicios, cercenándole con filudas conchas de
almeja masa muscular estando vivo, hasta finalmente abrirle el pecho y sacarle su
corazón aún palpitante.
Dentro del contexto del canibalismo que, regularmente, como propaganda sucia
asignaban los conquistadores a los pueblos que pretendían someter, para con tal
argumento excusar los desafueros que cometían en las campañas de conquista,
se dice que los pedazos de carne que sacaban del cuerpo vivo de Valdivia, eran
soasados y comidos por sus captores ante sus ojos, y que el corazón fue
devorado por los tokis en señal de victoria, e incluso el cráneo fue asumido como
trofeo de guerra que adecuaron cual recipiente que por más de medio siglo sirvió
para tomar chicha en él.
Como se puede observar, existen disímiles versiones sobre los sucesos que se
narran respecto a la gesta de Leftraro. En este caso, el de la batalla de Tucapel,
historiadores los hay que hablan de la realización de los combates en dos etapas:
en la primera es destruido el fuerte de Tucapel y muere el comandante Bobadilla.
En las acciones de la segunda etapa es que habría sido capturado Pedro de
Valdivia.
Para ejemplificar un poco tomando narraciones bastante difundidas, podemos
referirnos a la versión de Fernando Alegría en su libro Lautaro joven libertador
de Arauco, para quien la batalla fue dirigida por Caupolicán, que había sido recién
elegido Toki General de las tribus Mapuche. Para dicho autor, Lautaro sólo
participó de la segunda batalla a la cabeza de 3000 mapuches desde las líneas
españolas de Pedro de Valdivia según un plan previamente convenido con el
“cacique Cayumanque”, y como protagonistas de la batalla, al lado de Caupolicán
menciona también a Tucapel, Angol, Paicabí, Lemolemo, Gualemo, Elicura, Purén
y Lincoya, entre otros. En este relato, Valdivia es capturado y se le hace un juicio
donde sin autorización lo mata uno de los cacique de un mazazo en la cabeza.
Para Carlos Valenzuela, en su libro El paso de los Guerreros, las dos batallas
son encabezadas por Lautaro, quien había escapado previamente de la corte de
Valdivia. A su lado están citados como combatientes sobresalientes los caciques
Palta, Cayeguano y Alcatipay. Para la segunda batalla se menciona como
protagonistas fundamentales a Gualemo, Leucotón, Lepomande y Millarapu.
Al lado de Pedro de Valdivia son mencionados Martin de Ariza, Juan de Lemas y
Andrés de Villaroel.
Agreguemos finalmente, que son diversas las versiones sobre las circunstancias
específicas como sucedió la captura y muerte de Valdivia, tal como antes se han
mencionado.
- Batalla de Marigüeñu o de Marihueno (región de Concepción, febrero
26 de 1554).
Visto Lautaro serle conveniente/ quitar y deshacer aquel ñublado/ que lanzaba los
rayos en su gente/ y había gran parte della destrozado,/ al escuadrón que a
Leucotón valiente/ por su valor le estaba encomendado,/ le manda arremeter con
furia presta,/ y en alta voz diciendo les amonesta:
“¡Oh fieles compañeros vitoriosos/ a quien Fortuna llama a tales hechos !/ ¡ Ya es
tiempo que los brazos valerosos/ nuestras causas aprueben y derechos !/ ¡ Sús,
sús, calad las lanzas animosos./ Rompan los hierros, los contrarios pechos,/ y por
ellos abrid roja corriente/ sin respetar a amigo ni a pariente !
" A las piezas guiad, que si ganadas/ por vuestro esfuerzo son, con tal vitoria/
célebres quedarán vuestras espadas/ y eterna al mundo dellas la memoria,/ el
campo seguirá vuestras pisadas/ siendo vos los autores desta gloria."/ Y con esto
la gente envanecida/ hizo la temeraria arremetida. (Ercilla, Alonso y Zúñiga. La
Araucana. Págs. 103 a 104. Editado por elaleph.com, 1999).
Tras la victoria araucana en Tucapel, la cual elevó el ánimo y la determinación de
lucha de los indígenas, prosiguió el arrasamiento de otras fundaciones españolas.
Uno a uno, en corto tiempo, cayeron los asentamientos del sur con su epicentro en
Concepción. Esta ciudad quedó prácticamente cercada.
En legítimo desenvolvimiento de las hostilidades, el sitio de Concepción implicó la
incautación de semovientes y cosechas, como la destrucción de las sementeras y
viviendas de los invasores, lo cual se ejecutaba para mermar la capacidad
económica y de abastecimiento del enemigo, lo mismo que para provocarlo y
conducirlo hacia terreno favorable a los Mapuche.
Se calcula que la defensa de Concepción había sido diseñada disponiendo para
ello de 370 soldados españoles y alrededor de 2.000 yanaconas, los cuales
estarían al mando de Francisco de Villagra, quien como sucesor de Valdivia tenía
órdenes de emprender lo que llamaron una “Campaña de Castigo”, para
escarmentar a los indómitos. Para su propósito habían sido dotados con escudos
de madera que les servirían para protegerse de flechas y lanzas. Y por primera
vez en la guerra del Arauco utilizarían cañones en cantidad de seis, con la pólvora
y munición que consideraron suficientes para aplastar al ejército mapuche.
La sonada “Campaña de Castigo” ordenada por los representantes de la Corona
para vengar la muerte de Valdivia, emprendió marcha el 26 de febrero y el mismo
día penetró a las montañas de Marigüeñu sin tropezar con ningún inconveniente.
Obviamente los guerreros Mapuche no molestaron a Villagra en el paso del
Biobío, tal como lo habían hecho con Valdivia cuando se dirigía a Tucapel.
Todo parecía en orden. Luego de dejar un pequeño grupo cuidando las balsas en
la orilla del río, el avance de la tropa española adelantó sin contratiempos hasta el
valle de Chivilingo. Definidas las descubiertas y exploraciones de rigor, después
de destacar una avanzada de 30 efectivos al mando de Alonso de Reinoso,
emprendieron el cruce de la cordillera de la costa por los altos boscosos de
Marihueñu. Pero ésta fue sorprendida por los combatientes mapuches al llegar a
la cima, lo cual les obligó el retroceso hasta que se juntaron con el grueso de la
tropa.
Transcurrían las horas de la mañana cuando esto ocurrió, de tal forma que con
maniobras y tesón Villagra organizó sus escuadras y emplazó a sus artilleros
tratando de no perder las posiciones favorables en la cumbre. Parece ser que fue
en el momento en que los españoles tomaron la cadena montañosa de Laraquete,
ramal de la cordillera de de Nahuelbuta que baja hacia la ensenada de Arauco,
cuando la carga principal de los araucanos se hizo sentir.
Leftraro había dispuesto sus efectivos en líneas que luego del primer golpe
podrían ser relevadas con unidades de refresco, según antes lo había practicado
en la batalla en la que fue capturado Valdivia. Después de desmontar a los
españoles de sus caballos con las armas diseñadas para ello, las escuadras
descansadas cayeron sobre los soldados de Villagra golpeándolos en forma tal
que precipitaron, luego de tres horas de duro combate, la desbandada de la mayor
parte de los enemigos. Hacia el medio día, quizás, más de un millar de yanaconas
y decenas de españoles habían perecido en el combate.
Con las líneas defensivas de los españoles casi destruidas, algunos guerreros
mapuches pudieron penetrar hasta el círculo donde se encontraba Villagra y
lograron, incluso, propinarle varios mazazos. Sin embargo no les fue posible
capturarlo. Pero a medida que pasan las horas se hacía más evidente el triunfo
araucano. Cuando caía la tarde lograron capturar a los sirvientes que trasportaban
los cañones, dándoles muerte a todos (alrededor de veinte), lo cual aterrorizó a los
españoles y obligó a Villagra a ordenar la retirada por un sendero que para su
asombro había sido también diseñado por los mapuche, de manera tal que
conducía a un precipicio frente al que maza en mano los hombres de Leftraro
recibían a sus despavoridos enemigos, lanzándolos al vacío.
La reacción de Villagra no se hizo esperar; en su angustia finalmente logró romper
el cerco y consigue salir con 66 soldados españoles y unos cuantos cientos de
yanaconas. Su ejército había sido desarticulado y diezmado, un buen número de
caballos quitados e incautada la artillería y la mayor parte de los equipos de
guerra.
Mientras la figura de Leftraro como líder militar se glorificaba al lado de
combatientes indígenas como Peteguelén, Millarapué, Andalicán, Caniotaro,
Leucotón, Longonabol, Pilloleo, Peicavi, Rengo, Tucapel…, entre centenares más,
el sangrante Villagra doblegó su arrogancia frente a las lanzas y la imponente
estrategia militar de Leftraro y Antigüeñu, que en esta ocasión también fungía
como conductor principal de los combates.
- La desocupación de Concepción (1554).
De casa en casa corren publicando/ las voces y clamores esforzados;/ los muertos
que murieron peleando/ y aquellos infelices despeñados;/ mozas, casadas, viudas
lamentando,/ puestas las manos y ojos levantados/ piden a Dios para dolor tan
fuerte/ el último remedio de la muerte.
La amarga noche sin dormir pasaban/ al són de dolorosos instrumentos;/ mas el día
venido, se atajaban/ con otro mayor mal estos lamentos,/ diciendo que a gran furia
se acercaban/ los araucanos bárbaros sangrientos,/ en una mano hierro, en otra
fuego,/ sobre el pueblo español, de temor ciego. (Ercilla, Alonso y Zúñiga. La
Araucana. Pág. 128. Editado por elaleph.com, 1999).
De los enemigos supervivientes que huyeron en retroceso hacia el sitio de donde
partieron, sólo pocos lograron regresar y organizar con celeridad y pánico la
desocupación de la ciudad de Concepción. El Villagra derrotado era la
representación patética del pánico culpable. Bien sabían que ellos mismos, los
conquistadores, con sus prácticas de terror y muerte habían sembrado el odio que
ahora desencadenaban los Mapuche.
Leftraro llevaba absoluta determinación de dar muerte al invasor y arrasar con
toda traza de su presencia infame, y eso lo sabían todos los pobladores que de
una u otra forma eran cómplices de las atrocidades propinadas a los naturales. De
ahí el afán irreductible de abandonar el poblado y partir, hacia Santiago unos y
hacia la Imperial otros, sin dar espera ni prestar oídos a quienes argumentaban a
favor de su defensa.
Los festejos a que estaban acostumbrados los mapuches luego de cada victoria, y
el tiempo que dedicaron también a recoger el botín de guerra, permitieron a los
desesperados y debilitados pobladores de Concepción emprender la huída sin el
mayor agobio de la persecución.
Como dice Ercilla, entonces, “la ciudad yerma en gran silencio atiende/ el presto
asalto y fiera arremetida/ de la bárbara furia, que deciende/ con alto estruendo y
con veloz corrida;/ el menos codicioso allí pretende/ la casa más copiosa y
bastecida;/ vienen de gran tropel hacia las puertas/ todas de par en par francas y
abiertas”. (Ercilla Alonso y Zúñiga. La Araucana. Pág. 138. Editado por
elaleph.com, 1999).
Es decir, que después de sus festejos, los mapuches tomaron el poblado desierto,
se hicieron a los elementos que consideraban útiles y procedieron a reducirlo a
escombros y cenizas.
No hay una cifra clara en la que coincidan los cronistas respecto al número de
combatientes que marchaban con Leftraro. En todo caso eran miles, con la
posibilidad de lograr el exterminio de aquellos fugitivos españoles y yanaconas
que finalmente lograron llegar a Santiago y a la Imperial, generándose en uno y
otro lugar mayúsculos problemas derivados de la superpoblación que tiempo
después obligó al retorno de aquellos invasores desplazados.
Leftraro y Caupolicán, luego de reducir Concepción a cenizas, deciden atacar La
Imperial, donde ocurre un particular suceso derivado de las creencias Mapuche
que prestan mucho crédito a la direccionalidad de las tormentas. Por aquella
ocasión, entonces, el ejército araucano ya estando en las inmediaciones de aquel
baluarte, al sobrevenirse una tempestad cuyo rumbo fue interpretado como
adverso, emprendió la retirada sin combatir. En territorio no lejano quedaría
Caupolicán para mantener el cerco sobre la ciudad.
Se cree que en los meses subsiguientes sobrevino una situación de hambre y de
tifus que debilitó las líneas mapuches. No obstante, gracias al tesón de este
heroico pueblo, Leftraro pudo reagrupar el ejército para impedir el repoblamiento
de Concepción y las localidades del sur, ordenando la ofensiva de 1555 que contó
con la decidida participación de Tucapel, Leucotón, Torquin, Angol, Purén,
Leopomande y Lemolemo, contra el intento de nueva invasión que dirigían Juan
de Alvarado y el regidor Pedro Gómez.
- La hambruna y las enfermedades atacan al pueblo Mapuche.
La actividad bélica había obligado al descuido de los cultivos por parte del pueblo
Mapuche, de tal manera que iniciando mayo de 1554, obligados por la falta de
alimentos, los indígenas tuvieron que cesar la ofensiva, mientras se resolvía ése y
otros problemas delicados como la presencia de una desconocida epidemia de
chavalongo o tifus. En esta situación permanecieron hasta noviembre, pero a
finales de año se hizo notorio el movimiento, por mar y tierra, de las avanzadas
españolas que pretendían la reconstrucción de Concepción.
Nuevamente Leftraro convocó a su gente y reunió un ejército que se calcula en
cinco mil efectivos, los cuales hizo avanzar hacia el fuerte de Angol. Nadie esperó
ni hizo resistencia al estratega araucano; la población que ahí se encontraba,
sabiendo de su fama, huyó hacia La Imperial. Así las cosas, sencillo fue para los
mapuches aproximarse y destruir el fuerte, para luego nuevamente partir hacia
Concepción, ciudad que volvió a destruir, frustrando así el repoblamiento de los
españoles que, por temor, se ahuyentaron por casi dos años, hasta 1556.
Las sequías, la hambruna y las enfermedades traídas por los españoles hicieron
que aquel período en que se menguó la fortaleza Mapuche, fuera especialmente
dramático. Algunos cronistas describen la hambruna hasta extremos en que se
dieron actos de canibalismo; aunque, como hemos explicado antes, puede ser
este argumento sólo parte de la estigmatización y demonización que los
conquistadores desplegaban contra los pueblos que deseaban conquistar.
- Las campañas sobre Santiago.
No obstante aquellas difíciles circunstancias, Leftraro reunió un no desdeñable
ejército de 2000 combatientes, con los que avanzó cruzando la frontera natural del
Biobío. Leftraro, reclutando gente a su paso, enrumbó la marcha hacia Santiago,
lugar donde las noticias llegaron con prontitud. Desde allí, las autoridades
españolas enviaron a Diego Cano para indagar sobre los rumores que llegaban
desde la región del río Maule, por donde se decía que ya había pasado el ejército
araucano.
De los catorce hombres que dicen llevaba Cano, uno de ellos fue abatido en una
emboscada, lo cual alertó a los habitantes de Santiago y obligó a construir
fortificaciones defensivas. Al mismo tiempo, ya entrado el año 1557, Pedro de
Villagra –primo de Francisco de Villagra– fue enviado al encuentro de Leftraro con
un destacamento de medio millar de efectivos entre los que se contaban por lo
menos 50 jinetes y doce arcabuceros.
La comisión punitiva avanzaría hasta la pucara donde se presumía que estaría
Leftraro en la región de Peteroa. Y cuando sin demora estuvo en las proximidades
del fortín, las avanzadas mapuches, como si le estuviesen esperando con una
fuerte caballería de lanceros, atacaron su retaguardia haciendo que Pedro de
Villagra se replegara para resguardarse. Desde un valle aledaño donde se instaló
para resistir la descarga de Leftraro sin arriesgarse en demasía, envió por
refuerzos a Santiago, desde donde ya venía en marcha Diego Godínez con un
grupo de caballería de al menos 30 jinetes, los cuales chocaron con una de las
avanzadas que Leftraro tenía desplegadas en los alrededores de su puesto de
mando. Del combate que se trabó el español salió tan mal librado que optó por la
retirada, mientras Leftraro concentró sus fuerzas en la rivera norte del Itata.
Es en este lugar donde quizás se produjo un episodio recogido por algunos
cronistas e historiadores que narran la realización, desde puntos más o menos
distantes, de una entrevista entre Leftraro y Marcos Veas (uno de los capitanes de
Pedro de Villagra que había conocido durante su cautiverio en Santiago). Se
cuenta que Marcos Veas trató de persuadir al toki para que depusiera las armas,
con el argumento de que no tenía posibilidades de vencer y que tarde o temprano
caería abatido por las superiores fuerzas de España.
Por supuesto, Leftraro respondió con indignación al pedido de Marcos Veas que,
de hecho, era un ultimátum. De manera enfática el toki, luego de decirle que los
españoles debían pagarle un tributo en caballos y armas para no atacar Santiago,
le puso en claro que el río Maule quedaría establecido como frontera entre
Mapuche y españoles. Marcos Veas que, obviamente no venía a negociar sino a
expresar como mensajero lo que querían las autoridades españolas, dio por
concluida la entrevista, no sin antes dar muestra de que ningún sentimiento de
amistad era el que lo había conducido hasta ahí.
Después de estos sucesos, Leftraro efectivamente cruzó el río Maule internándose
en la rivera norte, pero ya Francisco de Villagra venía en su búsqueda desde
Santiago con más de un millar de yanaconas, medio centenar de jinetes bien
armados y una treintena de arcabuceros. Pero este hecho, en vez de disuadir al
toki lo motivó a avanzar; lo que pensó fue en dejar pasar hacia el sur a su enemigo
y que como Santiago quedaba prácticamente desguarnecida podría atacarla.
Aunque el plan de Leftraro no era descabellado –recordemos que al partir en
campaña llevaba solamente 2000 efectivos y se había esperanzado en acrecer
sus tropas reclutando efectivos en las regiones por donde proyectó su despliegue–
, lo que encontró fue la gran dificultad de que entre los Picunches y Promaucaes
no existía el mismo entusiasmo por librarse de los invasores. Quizás Leftraro no
calculó que los Picunches, por ejemplo, aunque tenían una lengua y muchas
tradiciones comunes con los Mapuche, habían sido un pueblo invadido y
subordinado por los Incas durante un largo tiempo en el que se acostumbraron a
la sumisión y el tributo respecto al poder extranjero, lo cual había posibilitado a los
españoles también someterlos sin encontrar mayor resistencia.
Así, Leftraro se inclinó por un reclutamiento forzado y dio un trato de
colaboracionistas o cooperadores con el invasor a estos pueblos, suscitando
resentimientos y enemistades que acrecentó la indefinición y más bien empujó a
muchos a colaborar con el invasor. Tal tipo de contradicciones habían generado
problemas internos tales que en la región de Chillán se le separó un aliado fuerte
de nombre Chillicán, quien considerando que las medidas de Leftraro eran
demasiado rigurosas no quiso proseguir. El golpe tuvo tanta dimensión en la
fortaleza del ejército que es muy probable hubiese sido, al lado de la merma en las
provisiones y la entrada del otoño, una de las causas esenciales para que Leftraro
desistiera finalmente de proseguir –por lo menos en ese momento– con su avance
hacia el norte, y más bien optara por retornar hacia Peteroa a recomponer sus
huestes.
- Otros detalles referidos a las expediciones sobre Santiago.
En apretada síntesis, podemos expresar que la primera expedición se realiza en el
primer trimestre de 1556. Se cree que Leftraro seleccionó a 600 de sus mejores
guerreros a los que entrenó personalmente con la mayor severidad posible. Es en
esta ocasión cuando vence a Pedro de Villagra, Marcos Veas y a Diego Cano,
pero las pérdidas de parte y parte son bastante considerables, por lo cual y ante la
falta de apoyo de las tribus cercanas que no le envían refuerzos, se ve obligado a
retirarse.
Se cree que en esta ocasión, durante su retirada, Leftraro es perseguido por Juan
Godínez y Juan Ruíz, quienes no logran golpearlo.
Leftraro habría realizado su segunda expedición sobre Santiago en diciembre de
1556. En esta ocasión es repelido por el mismo Juan Godínez y por Alonso de
Escobar, quienes se las ingenian para ubicar la posición del campamento del toki
mapuche y atacarlo durante la noche, generándole un elevado número de bajas
que nuevamente le obligan a la retirada.
Y el tercer y último ataque a Santiago lo efectúa Leftraro en abril de 1557. Había el
gran estratega juntado su ejército con la determinación de penetrar a la ciudad,
pero la situación organizativa en el área por donde transitaba no era la mejor.
Muchas de las comunidades que él había reprimido por su actitud sumisa frente al
invasor se habían tornado en sus enemigas. Bajo esas circunstancias adversas,
en algún momento de su avance sus posiciones fueron delatadas por un traidor
que se puso al servicio de Francisco de Villagra y Juan Godínez, quienes sin
demora destacan una poderosa fuerza para atacar el campamento de Leftraro que
se encontraba en las orillas del río Mataquito, en la falda del cerro Caune o Caone.
Cuando ocurren los hechos, el combate fue tan intestino y confuso que el
propósito de capturar vivo al toki no se da porque los numerosos yanaconas que
asaltan por sorpresa la ruca donde Leftraro se encontraba exhausto descansando
junto a su esposa –cuando él se incorpora y sale espada en mano– sin
reconocerlo siquiera, lo atraviesan con una lanza y lo rematan a golpes.
- La batalla de Mataquito.
Una vez Francisco de Villagra supo de la ubicación de Leftraro en aquel punto del
cerro Caune, muy cercano a Peteroa, juntó sus unidades con las del capitán
Godínez en el pueblo de Mataquito. Por el río del mismo nombre la fuerza
conjunta avanzó en la noche aprovechando además la segura desinformación que
tenía Leftraro en cuanto a que Villagra se encontraba lejos, hacia el sur.
La maniobra, que hasta el momento había resultado totalmente secreta prosiguió
augurando éxito. Así, en la madrugada del primero de abril de 1557, Francisco de
Villagra, Juan de Villagra, Diego de Altamirano, al mando de 400 yanaconas y
medio centenar de jinetes, más cinco arcabuceros, lograron penetrar hasta el lugar
donde se encontraba Leftraro con cerca de 800 guerreros. Con el toque de
trompeta y el grito de Villagra de ¡Santiago y cierra España, adelante!, comenzó el
sorpresivo ataque feraz. La desbandada fue inevitable entre las huestes de
Leftraro, y los espías de los españoles que ya conocían el lugar se dirigieron sin
demora hasta la ruca del toki, quien, como ya habíamos dicho, se encontraba
descansado en compañía de su esposa Guacolda. Sólo logró salir Leftraro hasta
la entrada de la ruca con la espada de Valdivia en su mano, pues de inmediato fue
atravesado por un lanzazo al que sobrevino la descarga inclemente con todo tipo
de armas, de un número indefinido de yanaconas, mientras el resto de la tropa
combatía sin poder evitar la masacre ocasionada por la sorpresa.
Cinco horas duró la contienda en la que cayeron no menos de 650 combatientes
mapuches. Algo más de un centenar de ellos lograron escapar hacia sus
comunidades de origen. Juan de Villagra murió de un lanzazo en la boca y las
bajas realistas, entre castellanos y yanaconas, muertos o heridos, no fueron
menos de 200.
Como era práctica común de los infames españoles con sus enemigos capturados
vivos o muertos, el cuerpo de Leftraro fue desmembrado y su cabeza fue
enclavada en una lanza española que posteriormente se instaló en la plaza de
armas de Santiago para ser exhibida durante largo tiempo.
IX. LEFTRARO, EL DECORO DE UN PUEBLO HERIDO.
Tres siglos estuvo luchando/ la raza guerrera del roble,/ trescientos años la centella/
de Arauco pobló de cenizas/ las cavidades imperiales./ Tres siglos cayeron heridas/
las camisas del capitán,/ trescientos años despoblaron/ los arados y las colmenas,/
trescientos años azotaron/ cada nombre del invasor,/ tres siglos rompieron/ la piel
de las águilas agresoras, (…)
Y en la noche del tiempo augusto/ cayó Imperial, cayó Santiago,/ cayó Villarrica en
la nieve,/ rodó Valdivia sobre el río,/ hasta qué el reinado fluvial/ del Bío-Bío se
detuvo/ sobre los siglos de la sangre/ y estableció la libertad/ en las arenas
desangradas. (Pablo Neruda, en su Canto general)
Muerto Leftraro, el toki Caupolicán tuvo que retomar la conducción de la guerra de
resistencia. Su elección como jefe pudo ser en 1553, cuando al lado de Leftraro,
ante el llamado de Colo Colo, organizó la defensa del territorio.
Después de varios combates en los que la ferocidad del invasor había logrado
hacer tierra arrasada de muchos sitios dominados por los Mapuche, con sus
golpeadas huestes se vio obligado a replegarse hacia las montañas cercanas al
recién fundado sitio que los españoles denominaron Cañete de la Frontera (la
actual Cañete, en la provincia chilena de Arauco).
Durante su repliegue, Caupolicán fue reducido por García Hurtado de Mendoza, y
apresado por Alonso de Reinoso el 5 de febrero de 1558. Se cuenta que él
propuso una negociación a los españoles, en la que pretendía devolver los objetos
arrebatados a Valdivia, a cambio de su libertad. Después de la negativa de sus
captores, el héroe araucano fue condenado a morir empalado en una pica en la
que lo obligaron a sentarse para supliciarlo. Caupolicán murió sin dar muestra de
dolor ni arrepentimiento.
Tan heroicamente grandiosa fue la gesta araucana que jamás los españoles
pudieron doblegar a los hijos del Wall Mapu.
Y aunque la historiografía eurocentrista que ha negado al indígena, al negro, al
mestizo, a las pobrerías amerindianas, pretendió el olvido de estos hechos, su
propio fuego le da el resplandor de la permanencia; por ello: “… tierra y océanos,
ciudades, naves y libros, conocéis la historia que desde el territorio huraño como
una piedra sacudida llenó de pétalos azules las profundidades del tiempo”.
Al menos “Tres siglos estuvo luchando la raza guerrera del roble, trescientos años
la centella de Arauco pobló de cenizas las cavidades imperiales. Tres siglos
cayeron heridas las camisas del capitán, trescientos años despoblaron los arados
y las colmenas, trescientos años azotaron cada nombre del invasor, tres siglos
rompieron la piel de las águilas agresoras, trescientos años enterraron como la
boca del océano techos y huesos, armaduras, torres y títulos dorados. A las
espuelas iracundas, de las guitarras adornadas llegó un galope de caballos y una
tormenta de ceniza. Las naves volvieron al duro territorio, nacieron espigas,
crecieron ojos españoles en el reinado de la lluvia, pero Arauco bajó las tejas,
molió las piedras, abatió los paredones y las vides, las voluntades y los trajes. Ved
cómo caen en la tierra los hijos ásperos del odio. Villagras, Mendozas, Reinosos,
Reyes, Morales, Alderetes, rodaron hacia el fondo blanco de las Américas
glaciales. Y en la noche del tiempo augusto cayó Imperial, cayó Santiago, cayó
Villarrica en la nieve, rodó Valdivia sobre el río, hasta qué el reinado fluvial del
Biobío detuvo sobre los siglos de la sangre y estableció la libertad en las arenas
desangradas”.
Pero, cuando aun después de semejante prodigio del decoro de un pueblo herido
y de otro pueblo y de otro más allá, la tierra madre fue encadenada a los
mayorazgos, y a los signos de la corona imperial…; cuando después, y a pesar de
tanta sangre vertida, “toda la azul geografía se dividió en haciendas y
encomiendas…, y por el espacio muerto iba la llaga del mestizo y el látigo del
chapetón y del negrero…, y el criollo era un espectro desangrado que recogía las
migajas”, en el fondo austral sobrevivía el mito de Kai Kai Vilú…; la sangre de los
mayores había abonado el terreno para que no pereciera en la conciencia la
leyenda de Treng Treng Vilú. Ahí estaba la referencia de la creación de la semilla
Mapuche demarcado en el destino del bien y del mal, de su simbología
indoblegada. La leyenda de Leftraro, de Caupolicán, de Colo Colo, de Guacolda…,
se levantaba como flecha ensangrentada hurgando en la memoria del “pueblo
hambriento, que huía de los golpes, del gendarme”.
Entonces, “Pronto, de camiseta en camiseta, expulsaron al conquistador y
establecieron la conquista del almacén de ultramarinos. Entonces adquirieron
orgullo comprado en el mercado negro. Se adjudicaron haciendas, látigos,
esclavos, catecismos, comisarías, cepos, conventillos, burdeles, y a todo esto
denominaron santa cultura occidental”.
Cuánto hubo que hacer para que la voz de Túpac Amaru también se escuchara en
el alma “blanqueda” de los aristócratas criollos que, a fuerza de títulos comprados
y vergüenzas por lo propio raizal, se creían más europeos que americanos; cuánto
hubo que hacer para que ya sintiéndose americanos, vislumbraran el respeto por
lo originario y se “congregara la rosa clandestina, hasta que las praderas
trepidaran cubiertas de metales y galopes”, de manera tal que “la verdad como un
arado, rompiera la tierra, y estableciera el deseo, como levadura colectiva, como el
beso de las banderas escondidas rompiendo las paredes, apartando las cárceles
del suelo”. Cuánto, para que “el pueblo oscuro fuera su copa, recibiera la
substancia rechazada, la propagara en los límites marítimos, la machacara en
morteros indomables…”. Cuánto, “para que la Patria naciera de los leñadores, de
hijos sin bautizar, de carpinteros, de los que dieron como un ave entraña una gota
de sangre voladora…”. Cuánto, “para que naciera del pueblo la tierra Austral como
la tierra americana toda sin el yugo de la perversa España”.
Pero, aun habiendo tomado el nombre de Lautaro, como “inspiración
emancipadora”, la historia mostraría que el nombre del “Halcón Veloz” no podía
ser jamás símbolo de una logia secreta que decidía a espaldas del pueblo. No
estaba en O’Higgins Riquelme ni en San Martín, más allá de su valor
independentista, el sentido de la tierra como Madre, ni el sentido del indio como
parte de la nueva creación. No, pues tenían ellos, más el sentido de la aristocracia
que sustituiría a España en la explotación de los más humildes hijos del Arauco.
Lo que no hizo la conquista española, lo hizo entonces la conquista de la
aristocracia republicana contra la indómita tierra de los Mapuche.
¡Qué desgracia la de nuestros pueblos en manos de quienes, en contravía del
ideario bolivariano de india, africana y mestiza reivindicación, derribaron a España
para fundar un poder opresor contra sus propios hermanos!
Chile no fue para el pueblo Mapuche, no fue para ninguno de los pueblos
originarios, ni para los negros ni los mestizos pobres de la América. Ésa es una
deuda aún sin saldar con los pueblos originarios y los traídos por la fuerza desde
el África, que sobreviven enfrentando la negación que ahora ejercen las
minoritarias castas latifundistas que tomaron el puesto tiránico de los primeros
invasores wingkas.
Para quienes ahora gobiernan embebidos de la idea de que la “pacificación” del
Arauco es factor que habría de unificar la nacionalidad argentina o chilena, se
equivocan. Como una estaca estará en el corazón de esa concepción equivocada
y mezquina, la voz del Halcón Veloz, con un sonoro eco de resistencia vindicando
la necesaria y urgente justicia para los pueblos originarios, como parte
fundamental que son de la Patria Grande soñada por el Libertador Bolívar.
Seguirá Treng Treng elevando a los cerros de la dignidad a los herederos de
Leftraro. No se quemarán sus descendientes por la canícula de un sol que
iluminará su marcha, sus cántaros de de greda (metawe), como cántaros de
esperanza protegerán su andanza con la protección también de la memoria de sus
ancestros. Mientras exista un Mapuche Treng Treng, seguirá como cerro protector
en cada territorio ancestral del Wall Mapu, como punto de congregación de la
memoria con el presente, en una verdadera dualidad de compromiso en la lucha
por el destino. Nada ha de detener el combate por la emancipación, por la cultura
propia en interrelación de respeto con el acervo todo del conjunto diverso
humanidad-naturaleza. ¿Por qué ha de condenarse a la extinción o a la muerte
súbita la religiosidad y la profunda espiritualidad de los guerreros antiguos…, su
compromiso con el cosmos, que hoy es reivindicada por el pueblo-nación
Mapuche?
Hacer homenaje a Leftraro hoy no puede ser un acto de simple alabanza retórica
de su gesta emancipante. Homenajearle debe significar elevar la voz y la lucha por
el respeto al pueblo-nación Mapuche; levantar la voz y la lucha contra los regentes
del Estado chileno que pretendan continuar el crimen del desmembramiento y
desestructuración de su mundo; algo que no pudo España pero que si tomó por
empeño “la República”.
No pude proseguir la negación y discriminación de la fuerza cultural y religiosa,
que ha hecho pervivir la potencia moral del pueblo Mapuche persistiendo en la
lucha por su territorio ancestral, su identidad, su cosmovisión y su existencia
autónoma, autodeterminada, libre. En consecuencia, no podemos guardar silencio
frente a la guerra que el Estado chileno sostiene contra los Mapuche,
desenvolviendo con nuevos métodos de despojo la ocupación de su territorio. Ya
no es tiempo de la imposición de las fortificaciones que ocuparon paulatinamente
el Wall Mapu, trazando las llamadas líneas de la frontera, hasta ocupar
militarmente el territorio (año 1881, guerra que eufemísticamente denominaron
"Pacificación de la Araucanía"), con el ejército chileno y el ejército argentino; pero,
como ayer, el despojo continúa.
La guerra de exterminio fue y sigue promovida y financiada por la oligarquía
criolla; tal como de manera sanguinaria la promovió, por ejemplo, en Argentina,
Julio Argentino Roca durante su abominable “Conquista del Desierto” o “Campaña
del Desierto”, o guerra de exterminio de indígenas sobre la región Patagónica. El
genocida enviado por el presidente Nicolás Avellaneda creía que la “solución” a lo
que los oligarcas argentinos llamaban “el problema indígena”, que en sí era la
resistencia al expolio y el sometimiento, sería el aniquilamiento, ése era su
concepto de unificación nacional. Así, entre mayo y octubre de 1878 y junio de
1879, las expediciones de eliminación de indígenas que contaban con cuerpos de
200 y 300 efectivos armados asesinaron a centenares y centenares de nativos.
Así, con ese “currículum vítae”, Roca, con el título de dominador de los indígenas
de la Patagonia logró el “favoritismo” para llegar a la Presidencia de la República
en 1880.
Fue durante esta misma época, y luego de anexada la Patagonia al entorno de lo
que se llamó la República Argentina, que la persecución de los aristócratas
“republicanos” argentinos, profundizaron la persecución de exterminio mediante
una verdadera cacería de nativos que la delegaron a mercenarios extranjeros
ingleses, irlandeses, alemanes y de otras nacionalidades europeas, a quienes los
estancieros ingleses les pagaban por las orejas de indígenas que llevaran a sus
patrones después de ser asesinados. Cuando los hacendados ingleses vieron que
aparecían indígenas sin orejas, a los que llamaron los desorejados de manera
muy generalizada, se percataron que muchos cazadores cobraban por las orejas
pero sin matar a los indígenas. Entonces, los hacendados exigieron que los
cazadores debían llevar los testículos de los hombres y las mamas de las mujeres
para que se desangraran. Son terribles como múltiples estas historias de dolorosa
recordación.
Lo peor de todo es que persiste la situación de segregación y maltrato contra los
pueblos originarios, agregándose a la depredación el capital de las trasnacionales.
Cese ya la invasión del territorio histórico, cese ya la opresión y la segregación
impuesta por las estructuras de dominación capitalistas; cese ya el colonialismo
ideológico contra los Mapuche.
El pueblo Mapuche tiene pleno derecho a volver a sus Lof (comunidades), a
restablecer sus Rehue (agrupación menor de comunidades) y los Ailla Rehue
(agrupación mayor de comunidades)…; tiene derecho a su reestructuración
territorial y social en general, a rehacer su poder ancestral sobre su territorio
tradicional; tiene derecho a gozar efectivamente del admapu o conjunto de sus
tradiciones; es decir, tiene derecho a marchar sobre la senda de búsqueda de su
ser individual y colectivo, fortaleciendo su identidad y cosmovisión.
Por el reconocimiento de la condición de pueblo-nación para los hermanos
Mapuche, por su territorio ancestral (Wall Mapu) y la independencia nacional
definitiva, ¡viva la memoria del gran Leftraro!
Montañas de Colombia, octubre de 2010.
Año bicentenario del grito de independencia.
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- Jacobo
- Voy Tras la huella que un día Marulanda desde Marquetalia luchando trazo, quiero seguir sus pasos ser Hombre nuevo, en el combate ser el primero, peleando siempre por la verdad.
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